Juana Molina es tan peculiar y especial como su música. La compositora argentina se expresa con sonidos a medio camino entre el folk y el pop experimentales –que resuenan con inquietantes capas de sintetizadores, sonidos y voces que se repiten–, mientras que literariamente lo hace mediante metáforas, conceptos y hasta palabras inventadas –en “uno es árbol”, la canción que abre su octavo álbum, contrapone “árbol” con “desárbol”; y “DOGA”, el título del disco, sería una castellanización en femenino de “dog” (de ahí esa fusión entre la cabeza de Molina y el cuerpo de un perro de aguas que se puede ver en la portada)–. Muchas veces hay palabras sin sentido, como si escribiera en un ejercicio surrealista de “cadáver exquisito”. Se diría, en realidad, que todo en Molina es surrealista, y que escribe letras porque sí, cuando lo que le seduce de verdad es la abstracción pura de la música, cuando se deja llevar por los caminos oníricos que brotan de los sonidos.
El camino de Molina hacia la creación musical es toda una declaración de principios: hay pocos precedentes de cómicos que se hayan convertido en músicos creíbles, pero cuando ya había cumplido los 34 años Juana Molina (Buenos Aires, 1961) quiso comenzar a trabajar en el ámbito en el que mejor quería expresarse, la música, desarrollado un sonido mucho más sutil que las risas enlatadas y las pelucas divertidas que eran elementos básicos de su programa de televisión argentino, “Juana y sus hermanas”, en la década de los noventa. Conocida en su país natal (que abandonó con sus padres en los setenta, al hacerse con el poder la dictadura de la Junta Militar, recalando primero en España y luego en Francia; desde hace años vive en Argentina, en General Pacheco, en el norte de la conurbación del Gran Buenos Aires) como “la Björk argentina”, sus tendencias experimentales no aparecieron en su primer álbum, “Rara” (1996), descatalogado e incomprendido absolutamente en su momento, pero sí en el precisamente titulado “Segundo” (2000). Evolucionando a su propio ritmo y aparentemente ajena al mundo de la música en general, tanto comercial como underground, la cantante, compositora y productora argentina Molina acaba de lanzar “DOGA”, ¡ocho años después! del anterior, “Halo”, aunque entremedias haya publicado “Forfun” (2019), un EP de cuatro canciones de espíritu y estética punk, que son las más “normales” que haya grabado después del citado “Rara”, y el álbum en directo “ANRMAL” (2020).
El largo hiato de grabación de “DOGA” con respecto a “Halo” ha sido provocado por el bloqueo creativo sufrido por Molina. Acostumbrada a grabar y grabar fragmentos musicales para luego emplearlos en sus composiciones, el volumen tan desorbitado de material del que partir –¡sesenta horas de grabaciones!– la sumergió en un estado de angustia del que, afortunadamente, ha salido indemne gracias a que se decidió a trabajar, por segunda vez en su carrera, con un productor. La primera fue en su debut, en el que contó con la producción del famosísimo Gustavo Santaolalla, amigo de una amiga íntima suya, mientras que en esta ocasión ha sido con Emilio Haro.
En realidad, Molina salió mejor que indemne, porque “DOGA” es, en mi opinión, el más completo de sus discos… y eso que la lista de álbumes excelentes a su nombre es larga: “Segundo”, “Son” (2006), “Un día” (2008), “Wed 21” (2013), “Halo” (2017)… Solo elimino el primero y el tercero –“Tres cosas” (2002)–. Molina es una compositora que ha sabido crear un universo propio y un sonido único, compuesto por delicados puentes entre los ritmos ondulantes, la percusión melódica del tango, los drones, el lounge pop, la electrónica ambiental y voces susurradas y encantadoras llenas de misterio: estas no transitan por el mismo territorio audazmente discordante de Björk a partir de “Medúlla” (2004), ya que las canciones se despliegan y transforman suavemente de la manera más relajante y discreta.
Molina gira, para dar pistas a quien la desconozca, en una órbita cercana a la de Lucrecia Dalt –con la que ha colaborado en el último álbum de la colombiana, “A Danger To Ourselves”, en la canción “The Common Reader”, compuesta entre las dos–, pero ha moldeado una obra muy diferente, formada por sonidos experimentales y vanguardistas que, sin embargo, consigue transformar en algo accesible y envolvente, que, aunque puede mostrar una forma inquietante, resulta, no obstante, reconfortante. Por cierto, quienes colaboran con ella en este disco son Feist y Andrew Barr (de The Barr Brothers, que además toca con Feist y con Mumford & Sons), que intervienen en “va rara” y “caravanas”.
“DOGA” es más profundo y espacioso que su predecesor, el aclamado “Halo”, con toques orquestales sintetizados: las guitarras de “miro todo” suenan (a partir del minuto y medio de la canción) como violines desafinados, pero es exactamente así como quieres que suenen. Los sintetizadores de “rina soi” podrían ser los de un viejo disco de Autechre, mientras que en “la paradoja” el inicio es casi tan maquinal como una canción de Suicide, aunque con una voz más amable… En realidad, casi toda la instrumentación se basa en viejos sintetizadores analógicos, de esos que parecían las centralitas telefónicas de “Las chicas del cable”. ∎