Disco destacado

Nick Cave & The Bad Seeds

Wild GodBad Seed-[PIAS] Ibero América, 2024

Sometido a una dieta intensiva de Nick Cave durante dos días seguidos, empiezo recordando las notas tomadas a vuela pluma como primera impresión. El tiempo ya se encargará de tamizarlo todo para ofrecer un análisis –¡qué palabra!, para definir emociones– más sosegado. Sobre esa primera impresión, “Wild God” es el auténtico álbum de góspel de Nick Cave & The Bad Seeds: no soy de los que consideran “Abattoir Blues/The Lyre Of Orpheus” (2004) un disco góspel, sobre todo si lo comparamos con el actual, repleto de coros inspirados directamente en los cantos espirituales de las iglesias a las que acuden los negros estadounidenses.

“Wild God” es el primer disco que Nick Cave publica con The Bad Seeds en cinco años. No había estado desocupado precisamente: dos discos en directo, cuatro bandas sonoras y otro disco más de rock, “CARNAGE” (2021), además del miniálbum, “Seven Psalms” (2022), todo ello grabado junto a su lugarteniente Warren Ellis; más una ópera de cámara, “L.I.T.A.N.I.E.S.” (2020), en la que él ponía letra a la minimalista música del compositor belga Nicholas Lens.

Eso por no hablar de su afición por la cerámica –había expuesto en el otoño de 2022 en el museo de arte Sara Hildén de la ciudad finlandesa de Tampere–, actividad que lo ha mantenido ocupado en estos años, curándose de una insospechada sucesión de desdichas: la muerte de uno de sus gemelos –Arthur, de 15 años– en pleno cuelgue de LSD; así como de su madre, de su antigua novia australiana –Anita Lane, coautora de varias canciones de The Birthday Party y de The Bad Seeds durante varios discos; fue miembro oficial en “From Her To Eternity” (1984)– y de su hijo mayor, el modelo Jethro Lazenby –no tuvo relación con su padre hasta los 8 años–, fallecido en mayo de 2022 a los 31 años de edad. Sin embargo, el sonido ambiental de luto que se había instalado sobre los álbumes más recientes –“Skeleton Tree” (2016) y “Ghosteen” (2019)– como una espesa niebla parece haber terminado en “Wild God”.

La trayectoria de Cave es digna de admiración. Y aunque yo me encuentro entre quienes lo descubrimos a principios de los ochenta con The Birthday Party, en su fase más salvaje y autodestructiva –fans a los que Cave define en el libro de conversaciones con Seán O’Hagan “Fe, esperanza y carnicería” (Sexto, Piso, 2024) de este modo: “The Birthday Party atraía a los nihilistas más cínicos y con odio hacia sí mismos que puedas imaginar. Un tipo de personas que jamás me ha interesado mucho, ni siquiera siendo yo así”–, admito que he seguido toda su trayectoria con el mismo interés que lo hacía a los 18 o 20 años. Y es curioso: si antes lo podíamos amar hasta el paroxismo por su capacidad de generar violencia, ahora (en realidad, desde hace ya unos quince años, poco antes de “Push The Sky Away”, 2013) lo tenemos que amar por todo lo contrario: su capacidad de generar belleza.

El Cave actual ya no tiene nada que ver con aquel furibundo rocker. La decimoctava epopeya de estudio de Nick Cave & The Bad Seeds nos deleita (y se deleita) con suaves acordes de piano y grandes y opulentos arreglos orquestales con cuerdas, flautas, arpas y coros que, curiosamente, ha distorsionado ligeramente en la producción, deliberadamente tosca… tal vez asustado de lo lírico que le estaba resultando el disco, y que él define como “sonido sucio y majestuoso”.

“Wild God” va acompañado de letras que uno difícilmente habría creído posibles en Nick Cave: confesiones sobre la vida y el amor eufóricas y llenas de júbilo, con una visión del futuro ilimitadamente optimista. Después de sus tragedias particulares, aquí no hay ni rastro de tristeza y frustración: nadie supera la muerte de sus hijos, pero ha aprendido a amar la vida a pesar de todo. No pensemos, sin embargo, en calificar su música como “alegre”, “feliz” o “desenfadada”: no, no es Pharrel Williams cantando “Happy”. Sus músicas son introspectivas y circunspectas y están pobladas de medios tiempos o, directamente, de letanías. The Bad Seeds ofrecen un tapiz sonoro en el que todavía se oyen los nudos de los últimos trabajos, pero cada vez se distancian más, no se rinden a una introspección serpenteante, sino que son sustituidos por un expresionismo cauteloso. Y conviene recordar, ahora más que nunca, que el nombre de Bad Seeds lo eligió Nick Cave por la parábola bíblica del trigo y la cizaña (Mateo 13:24-52). Leedla y entended…

Durante la grabación. Foto: Megan Cullen
Durante la grabación. Foto: Megan Cullen

Cave se muestra casi como lo que en el mundo anglosajón se define como un “born-again-Christian” (y que es lo que los que hemos sido educados en el catolicismo entendemos que les pasó a Saulo de Tarso/San Pablo o a Agustín de Hipona/San Agustín). Cave nos habla de un mundo caótico y loco, sin empatía, razón ni moralidad. Para Cave, esto es un indicio de que hemos perdido nuestro sistema de valores y nuestra fe. O que Dios ya no llega a nosotros. En “Wild God”, la canción que da título al álbum y que hemos podido oír como primer adelanto del álbum desde hace varios meses, lo describe como un superhéroe en edad de jubilación que claramente ha dejado atrás sus momentos gloriosos: un dios hastiado al que la humanidad le ha dado la espalda, y que busca a alguien que aún crea en él…

“Wild God”, el álbum, consta de diez canciones. Un número bíblico que, junto a las diez plagas y los diez mandamientos, también representa la perfección. El disco comienza de forma tranquila pero poderosa, con sonidos frescos de la mañana y un tema intimista: en “Song Of The Lake” una mujer se baña en el lago mientras un hombre la observa. Este sabe que ha encontrado el paraíso mientras el infierno sigue acechándolo. Ese mismo tono intimista se apodera de todas las canciones… No hay ni un momento que nos recuerde a los Bad Seeds galopando sobre crescendos enloquecidos –para entender lo que quiero decir, escuchad la versión original de “The Mercy Seat”, de “Tender Prey” (1988), y comparadla con las versiones acústicas de “B-Sides & Rarities” (2005), con The Bad Seeds, o la de “Idiot Prayer. Nick Cave Alone At Alexandra Palace” (2020), en solitario, durante la pandemia–. Lo que ha construido, en cambio, es una narración a la que coros de corte góspel dan formato panorámico. Este patrón aparece desde la canción con la que se abre el disco, “Song Of The Lake”, y se repite con mayor o menor intensidad a lo largo de todo el álbum.

Los momentos más intensamente bellos del disco son “Conversion” y “Cinnamon Horses”. La primera con un arranque doloroso y austero, que va cogiendo un insospechado brío de góspel (hay muchos otros momentos así, pero no tan intensamente arrebatadores). La segunda, mi favorita, tiene una de las melodías más hermosas que Cave haya compuesto jamás, mientras que la letra habla del dolor inherente al amor: “Porque el amor no pide nada / Pero el amor lo cuesta todo / Dije que no debíamos hacernos daño / Aun así nos hacemos daño”.

Otro de los momentos que sobrecogen y ponen la piel de gallina es “O Wow O Wow (How Wonderful She Is)”, dedicado a Anita Lane, a la que recuerda desnuda frente a él, y que incluye, hacia el final, un fragmento de una grabación telefónica de Lane (posiblemente un mensaje que le dejara en el contestador a Nick), riéndose al recordar momentos chungos de su pasado, como el paso de Anita por la prisión de Brixton.

Recuerdo que al principio hablaba de análisis… Tendré que dejarlo para otro año. Ahora hay que disfrutarlo, sabiendo que el disfrute va a provocar lágrimas y dolor, pero que en esta fabulosa colección de canciones sobresalientes lo que destaca, por encima del tono grave general que lo caracteriza, es el optimismo curativo que transmite. ∎

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