Back to basics para Los Hermanos Cubero, aunque la sola idea suene (en su caso) a redundancia. Tras un doble álbum colaborativo en el que contaron con un plantel de lo más diverso, como fue “Errantes telúricos / Proyecto Toribio” (2021), en alianza con Amaia, Hendrik Röver, Grupo de Expertos Solynieve, Josele Santiago, Rodrigo Cuevas o Christina Rosenvinge, este sexto larga duración –desde que debutaran en 2010– nos los devuelve a su versión más esencialista. Desde su título. Sin featurings (y perdón, porque el término ya chirría en cualquier crítica suya). En realidad, es toda una reivindicación de su arte y de los principios que lo inspiran: el que ha convertido a Roberto y Enrique en un gozoso punto y aparte en nuestro ecosistema creativo. Incluso en una época como esta, marcada por la multiplicidad de caminos entre tradición y presente, el suyo sigue sin apenas trillarse. No sirven los lugares comunes con ellos. Hasta la fecha de publicación de este disco, rozando la Navidad, parece un corte de mangas a cualquier lista de lo mejor del año. “Cubero bueno, Cubero malo” suena, en cierto modo, a nuevo comienzo, idea reforzada porque también llega tras la publicación del libro “Cancionero” (2023), que agrupaba los textos de su discografía precedente.
En pocas canciones se aprecia más ese espíritu de declaración de principios que en el tema titular, otro túnel subterráneo entre la Alcarria y el otro lado del charco, fermento de la tradición del bluegrass, con una letra que reza “a no ser ostentosos se le llama perfil bajo, nuestros videoclips no molan porque nunca actuamos, no nos hables de una industria donde nunca hemos estado, solo somos forajidos como Willie y como Waylon”. También en “Muy tonto para Madrid, muy feo para Barcelona”, uno de los adelantos, seguidilla alcarreña que ellos califican como “una defensa de la individualidad artística frente a las corrientes que aplanan la creatividad”, dirigida –a tenor de su texto– a quienes no les gusta “ni el aroma ni la raíz, ni el fondo ni la forma, solo el barniz”. La mandolina y la guitarra vuelven a mandar, desde la inaugural “Corrido de Fuenterrebollo” hasta la preciosa “Efímera”, único momento en el que comparece una voz que no sea de ambos: en este caso es la de Abril Ruiz (hija de Enrique, a quien se la dedicó), dándole una tonalidad muy pop (tremendamente pop, para su canon) a la misma canción que, con la voz de Amaia, ya apareció en su anterior álbum. También “Sambenito”, que tiene algo que me conecta mentalmente con la esencia del bluegrass aunque ellos lo describen como un pasacalles, insiste en la afirmación individual con su denuncia de las habladurías, el qué dirán y cualquier tipo de bullying.
Por lo demás, hay melancolía en “Olvido, alegría y autoestima” (“la alegría no me quiere visitar, la autoestima no me quiere visitar, cada día me insulto muy gustoso”), aires de ranchera en “Como si alcanzar pudiera” (con ese “arrepiéntome de aquello que perdí” que subraya un uso del castellano que se pasa gustosamente por el forro cualquier moda), una suerte de vals acelerado en “En el baile”, apelaciones a la jota en “Duelos ajenos” y una tradicional “Balas y fuego” que homenajea –porque recoge su adaptación y además los menciona– al cuarteto (afincado en Valladolid y recién retirado de los escenarios) Vallarna, otra relectura de un tradicional en “Habas verdes de Valladolid” (precisamente) con nuevos arreglos, y compases de seguidilla en “Seguidillas de Zarzahuriel” y “Seguidillas de Mondéjar”, amén de algún grácil instrumental como “Cuberología”. Lo siguen haciendo todo con una naturalidad, una sabiduría y una economía de medios que desarman. ∎