Con su cuarto álbum, Rosalía se pasa por el forro del hábito místico-orquestal cualquier expectativa que cupiera albergar sobre su imprevisible deriva artística tras el arrebato hypertodo de “Motomami” (2022). Aunque “LUX” –que se publica mañana– pueda compartir algo de sustancia lírica e iconográfica con “Los Ángeles” (2017) y “El mal querer” (2018), opera en unas coordenadas temáticas, instrumentales y sonoras muy distintas. Las convenciones formales de ciertos géneros afloran en algunas canciones, pero aquí manda la orquesta y se da cancha al coro, Caroline Shaw aporta arreglos, se canta en trece idiomas, hay electrónica muy elaborada, cameos bien traídos, compás flamenco y melancolía atlántica, entre otras muchas cosas. Es un disco apabullante en su estructura, método narrativo y resolución sónica que, apelando a un proceso de redescubrimiento espiritual, describe una transformación relacionada con lo terrenal, lo cotidiano y lo tangible.
Dividido en cuatro movimientos, “LUX” empieza de tranqui con “Sexo, violencia y llantas”. Piano impresionista, cuerdas y la voz de Rosalía verbalizando un deseo no cumplido: que la vida discurriera en suspensión, en un ir y venir desde aquí abajo a lo trascendente, porque el mundo está hecho un ecce homo. El cambio de registro que se produce con “Reliquia” es considerable, porque la narración pasa de lo general a lo concreto, del subjuntivo al indicativo, con la cantante haciendo inventario de todo aquello que se ha dejado en el vertiginoso zigzag que ha ido trazando por el planeta, especialmente durante los últimos años: lo plantea como un procedimiento evolutivo y de renovación al que acompañan cuerdas de cariz contemporáneo, bombos muy prietos y acordes de piano apenas pulsados antes de la detonación rítmica final, y tiene cierto aire a presentación de personaje central en peli de dibus Disney. En “Divinize”, conjuga catalán e italiano sobre cuerdas y ritmos de inspiración homogénica –viva Björk foreva– muy evolucionados, percusiones de timbre oriental y más cuerdas que tiran hacia arriba de la canción, en la que se nos advierte de que a través del corazón se puede ver el mundo. “Porcelana” avanza con la diva arrimándose al rap entre chelos gravísimos, esgrimiendo unas barras en latín que reproducen el “yo soy la luz del mundo” evangélico, tirando versos en castellano más chula que un ocho y gustándose con varias líneas de autoafirmación en japonés, antes de que la canción desemboque en una coda instrumental de piano, cuerdas, palmas, percusiones y coro beatífico. Todo eso, en cuatro minutos. El primer tramo del álbum concluye en italiano, con la piadosa “Mio cristo piange diamanti”, en la que combina registros copleros y activa el gen soprano de su privilegiada garganta para cuajar una de las piezas más elaboradas y también de las más transparentes en su uso de la imaginería cristiana.
La segunda parte de la obra despega de inmediato con “Berghain”, lejos del altar pero con el don de lenguas –gracia concedida por el Espíritu Santo y respaldada en el canon bíblico– a pleno rendimiento, esta vez abriendo turno para el alemán. Intro operística, el espíritu de Björk haciéndose carne entre nosotros –miedo, rabia, amor, sangre: hay algo aquí que va mal, solo una intervención divina podría salvarnos– y la imperativa voz de Yves Tumor abriéndose paso desde los infiernos: “Te follaré hasta que me ames”. El grácil diseño sonoro de “La perla”, en colaboración con los estadounidenses Yahritza y Su Esencia a ritmo de vals, se agradece después de tanta densidad, aunque la ración de hostias que administra el texto –en este caso profano y vinculado a una liturgia distinta, la del diss track posruptura– no es que sea ligera: Rosalía ya tiene su “Rata de dos patas” particular. Le sigue “Mundo nuevo”, que conjuga versación flamenca y fraseo coplero e incide en una de las ideas que se nos presentaba al principio, aquella de que el mundo está pidiendo a gritos un ciclo de demolición-reconstrucción. Este bloque de canciones concluye con “De madrugá”, apenas dos minutos de acercamiento a la canción popular española –con breve inserto en ucraniano, ¡cómo te quedas!– para revocar argumentos a favor de la venganza, esa carcoma.
Algo muy parecido a un contrabajo nos introduce en el tercer movimiento y en “Dios es un stalker”, que está entre lo más accesible que hemos escuchado hasta ahora. Tiene cadencia aflamencada, piano tumbao salsero y sedosas cortinas de cuerda que van desplegándose muy poco a poco. Aquí el punto de vista es otro, escuchamos a un Dios que, cansado de estar en todas partes, ha cambiado su plan de seducción y no piensa apartar la mirada. De las mejores. En “La yugular”, Rosalía canta en árabe, llama al creador en romaní y se muestra desdeñosa con asuntos mundanos que ya no necesita; prefiere concentrarse en lo divino que todo lo atraviesa: sentimos la fuerza. La canción termina con otra coda, el extracto de una entrevista a Patti Smith hablando del “Break On Trough (To The Other Side)” de The Doors en 1976. Las cosas del (mal) querer reaparecen en “Focu’r anni”, una expresión siciliana que viene a decir que a ver cómo salimos de esta, aunque su traducción literal sea “gran incendio”. Sin la pesada carga sentimental que arrastraba, libre de su compromiso, Rosalía suelta perlas –ahora son auténticas– como “ya no habrá nadie que bendiga un amor que en verdad desconoce”, combina voces empapadas en helio y varios versos en siciliano, mientras tira de las riendas de la orquesta. Con “Sauvignon Blanc” se reafirma en su ascetismo, en el rechazo a lo estrictamente material, porque nunca es tarde para apreciar las cosas más sencillas y rodearse de gente que merece la pena. Es una balada pianística de paladar largo, muy emotiva. Y la atmosférica “Jeanne”, en francés y español, plantea la entrega al espíritu como firme acto de resistencia, es otro tipo de anunciación la que se describe aquí.
El principio del final es “Novia robot” y arranca con un jingle que podría parecer distópico pero no lo es: “Bienvenidas a Robotikas con K, un mundo de fantasía robótica femenina hecha para el placer del sexo opuesto, un auténtico robo de identidad, mi libertad y poder a mano armada, donde todas somos invitadas”. Aquí escuchamos su voz en castellano y mandarín, se aclara que si se pone guapa es por un motivo mucho más alto y que la fantasía de una pareja programable, manipulable o reutilizable ya terminó. Nada que ver, en música o letras, con “La rumba del perdón”, que trae a primer plano esa flamencura que tan bien se le da, entre jaleos y nonainos, en un relato de traiciones y obsesiones que remata –junto a Estrella Morente y Sílvia Pérez Cruz– dándole vueltas a asuntos como la maledicencia, la cobardía, la dependencia sentimental, la debilidad de espíritu o la insatisfacción patológica. Después cruzamos la Raya en dirección a Lisboa y, de la mano de la fadista Carminho, escuchamos esa preciosura titulada “Memória”, en la que se delibera sobre la plasticidad de los recuerdos, sobre lo frágiles que son y lo mucho que se necesitan. Los últimos pasos de Rosalía hacia la iluminación –inerme y agradecida en “Magnolias”, envuelta en un fino sudario orquestal mientras tañen las campanas– conducen al destino que nos iguala con un deseo de reconocimiento, celebración y lealtad, antes de regresar al lugar del que todos venimos y al que todos, más tarde o más temprano, volveremos. ∎