happell Roan, la tercera de las “Supernenas” –tras Charli XCX y Sabrina Carpenter; las tres, reinas del hoy musical– presente en el reciente y exitoso Primavera Sound, arrastró el pasado sábado a toda una multitud a la explanada del Estrella Damm. En horario estelar, a las 22:05, y después de la descarga de los irlandeses Fontaines D.C., Kayleigh Rose Amstutz llegaba dispuesta a demostrar su reinado en el pop actual. La de Misuri lleva años en el tajo, pero con su primer y único álbum (“The Rise And Fall Of A Midwest Princess”, 2023) ha logrado convencer a un amplio espectro de la generación Z. Una vez vista en directo, me atrevo a decir que lo de Chappell Roan es puro teatro con un pie en una especie de gótico descafeinado y otro en unos mundos imaginarios donde reina la fantasía y el escapismo. Musicalmente, es un batiburrillo de sonidos mainstream que chapotean en el pop de consumo de los setenta y los ochenta, como demostró esa versión de “Barracuda” de Heart en el ecuador del concierto y que dice mucho (o todo) de sus objetivos, tanto o más que sus aproximaciones a un imaginario pop retro al que no son nada ajenas las formas pop de divas pretéritas como Cyndi Lauper, Kim Wilde, Tracey Ullman o, incluso, Olivia Newton-John: siempre entrañables, a veces interesantes.
Eso sí, Chappell Roan demostró su potencia vocal y su manejo de la teatralidad en un show sazonado con las consabidas (y previsibles) consignas feministas y de empoderamiento. Sí, es importante lo de los vínculos emocionales en sexualidades disidentes y lo de las complejidades en las relaciones afectivas de identidades, pero no lo es utilizar para ello insufribles baladones, baile a piñón fijo y poca sutileza. No obstante, Chappell disfrutó de su momento de gloria y el público pareció encandilado con una propuesta apta para ese gusto más o menos generalista que suele llenar estadios o festivales. Llegó al final, por supuesto, con “Pink Pony Club”. Y hasta la próxima (si es que la hay y el hype aguanta).
Todo eso pensaba yo durante y tras el concierto de Chappell Roan. Hablando con Juan Cervera al respecto, coincidimos en esa apreciación. Luis Lles confirmaba esa sensación en su crítica publicada aquí. Y Carlos Pérez de Ziriza, un día antes, tanteaba también ese terreno en su reseña de Sabrina. Buf: somos viejunos, claro. Pero, metafóricamente, “se empieza permitiendo el mal uso de la tilde y se acaban consintiendo Sarajevos”, leía ayer a Rafa Cabeleira, siempre tan ingenioso. Pues estamos transitando esas coordenadas. Aceptamos que Chappell Roan y Sabrina Carpenter son el pop que debe ser escuchado hoy como signo de los tiempos y acabamos cargando sobre nuestros hombros todo un bagaje de espumoso AOR que, en otros momentos menos líquidos, sería defenestrado por los seguidores de la música con sentido, fuese indie o no. A Gisela, mi hija, le encantaron. Tiene 13 años. Normal. Pero ¿qué hacían todos esos adultos, fuesen gais o heteros, babeando con estas dos? ¿A eso ha quedado reducida la música que importa a las masas hoy en día? ¿En serio?
A ver, muy bien por el público que quiera leer entre líneas mensajes reveladores, pero, al lado de Sabrina y Chappell, lo de Charli XCX, que se lució de nuevo el primer día profundizando en su “brat” (2024), es como viajar al espacio en avioneta o en cohete. Charli es absolutamente contemporánea, innovadora, rupturista; no así Sabrina y Chappell, que sustentan su bagaje en puro kitsch disfrazado de melodrama o de chisposo pop antiguo. Si te vale eso, adelante. A mí no. Ellas son la prueba de este nuevo concepto del mainstream igualatorio que suma peras con melocotones y que, disfrazado de hyperpop, se ha convertido en un mejunje donde lo que importa es el éxito porque ya todo está ideado para valorar precisamente el éxito y solo el éxito.
Pero, volviendo a Charli, la gran triunfadora del verdadero pop de consumo del último año con el fenomenal “brat”, la que acerca el underground al overground sin inmutarse, un poco entre la burla y el frenesí, se ha de decir que no solo sacó mil cuerpos de distancia a Sabrina y Chappell, sino que también dejó en evidencia a Troye Sivan, su compañero en el estelar slot compartido. Sivan, visto en perspectiva y con el recuerdo del concierto del año pasado todavía reciente –show a lo Ballet Zoom homoerótico–, fue taaaaan convencional con su pop-soul-dance previsible que, por muy explícito sexualmente que se muestre, y a pesar del acierto de canciones puntuales, su propuesta no deja de ser camp a más no poder. Aunque no tanto como la de Sabrina, que hace un elogio paródico de lo retro desde una posición consensuada que no disgusta a nadie y que intenta caer bien a todo el mundo desde una inofensividad que acaba resultando… cargante. Como los políticos de centro, como los políticos en general. Es tan simpática y tan aparentemente cercana desde su pop melifluo, y a veces un poco “picante” (uauh), que, entre las referenciales y míticas Kylie Minogue y Dolly Parton a las que quiere parecerse, o eso me sugirió su concierto, se queda muy lejos de las dos, convirtiendo su discurso en una banalidad posadolescente (recordemos que viene de la factoría Disney) que encaja bien con el sentir colectivo de capitalismo a través de redes sociales, pero no con el elemento artístico que agita la sociedad real. Por lo menos nuestra Amaia (recordemos que viene de la factoría OT), también presente en el Primavera de este año, muestra otras aspiraciones.