Que el escenario Amazon Music alberga ahora muchas de las grandes noches que antes nos daba el anfiteatro ya quedó demostrado con la actuación de Charli XCX el año pasado –y no me quiero imaginar hoy Turnstile–, pero por si quedaba alguna duda: Floating Points. El británico agarró su cacharrería modular y dio un concierto legendario en el que se sirvió, solo en parte, solo a veces –quizá solo en espíritu, de hecho–, de los temas contenidos en “Cascade” (2024), su último trabajo, para convertir la explanada en una gigantesca pista de baile apocalíptica enfrentada con profundidad matemática, pero también para retorcer la idea de lo que puede ser una gran rave, o una experiencia colectiva basada en la euforia electrónica. Más cercano esta vez a Aphex Twin, Sam Shepherd deconstruyó ritmos amables –techno, deep house, garage, breaks progresivos– entre glitches, oscilaciones y ondas, trances modulares y abrasión experimental, habitando su propia fantasía en una especie de acceso sobreinformado à la Matrix, mientras desnudaba los bombos y los subgraves de todo adorno, de todo grosor, para servirlos con sequísima contundencia. A su lado, la artista visual japonesa Akiko Nakayama creaba en directo piezas visuales a través del uso de distintos líquidos, que un asistente proyectaba como alucinaciones acuosas y psicodélicas a través de una enorme pantalla trasera y cuatro columnas. Diego Rubio
Un altar con una profanada y pálida Virgen María se elevó por encima del escenario Schwarzkopf, oficiando el esperado directo del poco prodigado dúo estadounidense de witch house, un show visual y sensorialmente impactante –una sobredosis epiléptica de blancas luces estroboscópicas, constantes nubarrones de humo e incluso lluvias de burbujas de espuma–. En lo que a la música se refiere, hicieron gala de su ya conocida gestión caótica del escenario: la secuenciación de temas fue un tanto irregular, John Holland parecía enajenado o intoxicado (y su voz, sepultada), y si bien fue peculiar que vinieran con un guitarrista que sumó ruidismo al asunto, la ausencia de synths fue desafortunada, teniendo en cuenta cuán importantes son la atmósfera y las melodías en su música. Por eso mismo, el recital fue más arrollador que envolvente; salvó los muebles el buen oficio de Jack Donoghue, que rapeó sólidamente en clásicos cavernosos como “Sick” o “Trapdoor”, e incluso aportó emotividad en la exuberante “Starfall”. Xavier Gaillard
Anoche se evidenció aún más: en tiempos de megaestrellas sujetas a desórdenes mentales e inseguridades metabolizadas, Sabrina Carpenter es la felicidad de lo simple. Como esas pastelerías cuquis repletas de corazoncitos rosas que tanto se estilan. Como el sueño americano en su versión más elemental. Como la versión musical de Barbie, aunque ella no aportase canción alguna a su banda sonora: nada que ver lo suyo con Charlie XCX o con Billie Eilish, por cierto. Si me apuras, hasta un poco como la cantante que interpreta Miley Cyrus en “Black Mirror”. Tampoco vende otra cosa: el trato con su público es más que lícito, transparente. Yo os ofrezco esto, vosotros me lo compráis. Un trueque sin trampa ni cartón. El escenario Revolut se muestra como un plató televisivo de los años cincuenta, tanto por vestimenta de su troupe coreográfica como por su decoración o por esos vídeos que simulan añejos noticiarios y anuncios de televisión. Y su repertorio es un dechado de hitmaking moderno al que queda feo reprocharle algo, pese a que parece de manual de talent show. Es un espectáculo para toda la familia, sin trasvase alguno del underground al overground: todo está ahí, flotando en la superficie. A diferencia también de otras mujeres que podrían hacerle la competencia, ella juega la carta de la candidez sin ambages. Su catálogo de caritas de sorpresa es inagotable. En ocasiones el modelo obvio parece Katy Perry. Pero su resultón argumentario se queda un poco corto, hoy por hoy. Y su primer tramo me resultó empalagoso. Mejoró bastante a partir de su inocua versión de “It’s Raining Men”, de The Weather Girls, tras la ingeniosa simulación de un concurso de baile por parejas, porque creo que el vestido que mejor le queda (o al menos el más disfrutable en este contexto) es el de la diva disco-funk, y ahí “Juno”, “Please Please Please” y –cómo no– “Espresso”, cierre cantado, son buena munición. Carlos Pérez de Ziriza
La banda que lidera Tunde Adebimpe estuvo en la primera línea de todo aquel bullicio contagioso de la escena musical neoyorquina de principios de milenio. Sin embargo, por razones que escapan a la comprensión inmediata, su recuerdo se marchitó, a diferencia de otras bandas de la misma línea temporal. Igual no contaban con el repertorio más contagiado entre esa generación, ni con el carisma más rutilante de su promoción, pero la verdad es que el combo de Brooklyn, con David Sitek y Kyp Malone como otras piezas insustituibles de su organigrama, sigue sonando la mar de compacto y vigente. Lo expusieron en el escenario Cupra. Guitarras, bajo, batería, teclados, trompeta, pandereta como amplio fondo de armario que da cabida sin estridencias al post-punk, el soul, el art rock y todo ese rock de su huso horario, y hasta un punto de africanidad. Porque su principal activo siguen siendo el ritmo contundente y acelerado que hace galopar a sus temas, algunos incluso con categoría de himnos, como ese “Wolf Like Me” que dejó una bonita estampa entre los congregados. Le siguió poco después un “Free to Palestine” insertado en un desarrollo que terminó en una jam que basculó entre The Doors y la sección más eléctrica de la Motown. Esa herencia negra también se manifestó en temas que parecían cortados por el patrón rítmico del “Green Onions” de Booker T. & The MG’s o una brass band de New Orleans. Cerraron su paso por la Ciudad Condal con otro tema que mantiene su pegada intacta: “Staring At The Sun”. Igual que una banda que se acercó al sol pero se apagó injustamente antes de tocarlo. Marc Muñoz