Sería injusto, sin embargo, reducir a Reed a los cuatro acordes de “Walk On The Wilde Side”, al crescendo espídico de “Heroin” o al trote desesperado de “I’m Waiting For The Man”. Es más: se diría que el neoyorquino, más que sobrevivir a su propio personaje, lo utilizó para tomar impulso y acabar haciendo siempre lo que le vino en gana, ya fuese transformar el infernal
“Metal Machine Music” (1975) en el más fabuloso corte de mangas a la industria discográfica, reencontrarse con John Cale para cerrar viejas heridas en
“Songs For Drella” (1990) o aliarse con Metallica para grabar el controvertido
“Lulu” (2011), disco que, para desgracia de muchos, será recordado como el que cierra su discografía.
Así, cuando el maquillaje de “Transformer” empezó a resquebrajarse y
“Berlin” (1973) ya había envasado al vacío la desolación entre escombros de rock y versos punzantes, Reed tuvo barra libre para explorar los abismos y transformar su carrera en un vasto océano de mareas cambiantes. De ahí que, junto al rockero salvaje y peligroso de
“Rock N Roll Animal” (1974), convivan el obseso por el sonido de alta fidelidad, el poeta enamorado de Edgar Allan Poe y de las atmósferas góticas de
“The Raven” (2003), el artista inquieto que alternaba grabaciones con colaboraciones teatrales con Robert Wilson y, sobre todo, el músico que, disco a disco y verso a verso, se empeñó en dar su propia versión, siempre punzante y conmovedora, del rock de autor. Solo así se entiende el valor de una discografía en la que, además de las joyas más reverenciadas, también deslumbran
“Coney Island Baby” (1976),
“Street Hassle” (1978),
“The Blue Mask” (1982) y
“Magic And Loss” (1992), discos que blindan una carrera que se estremece hoy recordando “Perfect Day”, “I’ll Be Your Mirror” y “Femme Fatale”, sí, pero también “Pale Blue Eyes”, “The Kids”, “Harry’s Circumcision” e incluso “Who Am I (Tripitena’s Song)”, probablemente su última gran canción.
Incluso en los últimos tiempos, cuando su matrimonio con Laurie Anderson parecía haber apaciguado completamente a la bestia y sus intereses se diluían entre la fotografía, el taichi, la literatura y los recitales poéticos a medias con su esposa, Lou Reed conservaba un afilado colmillo que le hacía nadar a contracorriente. La leyenda estaba ahí, sí, pero él seguía haciendo lo que le daba la gana, reivindicando la creación como espacio absoluto de libertad. Cómo olvidar, por ejemplo, las deserciones entre el público del Festival de la Porta Ferrada cuando Reed apareció acompañado por Anderson en 2009 en Sant Feliu de Guíxols y juntos desfiguraron y deformaron a conciencia su repertorio. Cómo olvidar aquella noche en la que mucha gente huyó despavorida en cuanto se dio cuenta de que no había ni rastro de “Walk On The Wild Side” y que Reed, triunfal y extasiado, celebró despidiéndose con los brazos en alto. ∎