e un tiempo a esta parte, ya casi no escucho música nueva que suena inmediatamente vieja, sino música vieja que no deja de renovarse con cada año que pasa. En especial, últimamente, me dedico a esas boxes maduras y cincuentenarias, conmemorativas y arqueológicas y museológicas que, en verdad, acaban sonando para mí como el más enfático de los “¡Presente!” al pasar lista.
¿Por qué? Tal vez porque ahí dentro, en esos cajones, se conserva y se pone al día y se completa la inolvidable y para siempre pegadiza música que constituyó el soundtrack del fin de mi demasiado madura infancia y del comienzo de mi púber adolescencia: aquella música que me hizo sentir por primera vez consciente de que estaba oyendo música y ya no, apenas, escuchándola.
Las últimas boxes han sido la de The Kinks –“Lola Versus Powerman And The Moneygoround, Part One” (1970-2020)– y las de Cat Stevens –“Mona Bone Jakon” (1970-2020) y “Tea For The Tillerman” (1970-2020)–; las próximas en la lista serán la de John Lennon –“Plastic Ono Band” (1971-2021)– y la postergada del “Let It Be” (1970-2021) de The Beatles. Entre unas y otras, me dedico ahora a la del “Stage Fright” (1970-2021) de The Band con los ojos mientras, con los oídos, miro el documental sobre su historia titulado “Once Were Brothers: la historia de The Band” (2019). Y estoy seguro de que, incluso aquellos seres extraños e incomprensibles para mí a los que no les va ni les viene Bob Dylan, nunca dejarán de agradecerle el que haya contribuido al big bang de esta banda de nómadas canadienses que primero lo acompañaron en gira a lo largo y ancho del turbulento y anfetamínico y ahora conocido como Judas World Tour ’66; luego lo siguieron hasta la casa Big Pink, en Woodstock, para grabar demos ya no underground, sino de sótano (cantándole y cantando a freaks, esquimales, borrachos, ropa puesta a secar en una soga, chistes malísimos e himnos de salvación); y enseguida revolucionaron por sí solos la música norteamericana bajo un nombre humilde y soberbio al mismo tiempo: porque desde allí, con ese The Band, parecían decir y seguir diciendo que son nada más y nada menos que una banda, pero, también, la única.
El título del documental en cuestión (dirigido por Daniel Roher, pero con producción ejecutiva de Martin Scorsese) parte de una idea de hermandad para que, enseguida, el subtítulo “Robbie Robertson And The Band” vuelva a poner sobre la mesa de sonido el problema de la explosiva implosión del gran combo. El dilema de un quinteto de multinstrumentistas virtuosos (Levon Helm, Rick Danko, Richard Manuel, Garth Hudson y el ya mencionado Robertson) en el que todos tenían madera de líder, pero, en principio, optaron por apostar a que los liderase, sencillamente, el sonido fundante de lo que hoy se conoce como “americana” o lo que ustedes prefieran. Puesto a elegir y a etiquetar: yo me/los invento como los padres fundadores del “Bandido sound”.
Y, sí, de tanto en tanto me pongo a pensar en quiénes serían el equivalente a los Beatles en USA. Y –según el día y mi humor– por ahí pasan y aquí vuelven a volver The Beach Boys, The Velvet Underground, R.E.M., Big Star, Talking Heads, The Byrds, Creedence Clearwater Revival, Steely Dan... (¿y será la también mix-canadian Arcade Fire, con su preocupación/obsesión por la nueva mitología norteamericana, la nueva The Band?). Pero al final siempre me acabo decidiendo por The Band (que, en su momento, enloqueció a George Harrison y a buena parte de las bandas británicas por los tiempos en los que la Era de Acuario comenzaba a mutar en la Edad de Cáncer). Entonces, con el díptico “Music From Big Pink” (1968) y “The Band” (1969), decidieron avanzar hacia atrás y reinventar una mitología ancestral de su territorio y, así, la constante novedad de esas canciones que parecen centenarias y futuristas a la vez.
“Stage Fright” (1970) rompió la tendencia y cambió el paso y, de pronto (cuando comienzan a percibirse los primeros síntomas de descontento y desbandada), los trajo a su presente con un puñado de temas donde ya no campean los espacios abiertos y los campos de batalla de viejas guerras, sino los camerinos claustrofóbicos y adictos de las giras y las rencillas entre aquellos que alguna vez fueron hermanos de sangre y ahora tienen la sangre en el ojo. Y ahí resuenan, juguetonas pero tramposas, “Stage Fright” y “The Shape I’m In” y “The Rumour” y “Sleeping” y “All La Glory” y “Daniel And The Sacred Harp”. Melodías eufóricas para versos angustiados y –según su entregado y rendido exégeta Greil Marcus en “Mystery Train”– “un álbum de dudas, culpa, desencanto y falso optimismo. El ayer ya no les servía de nada y las canciones parecen atrapadas en un ahora donde se entrevera una desesperación personal y social al mismo tiempo. La música seguía siendo algo especial, pero ya no estaba esa fuerza y unidad. Ahora, en lugar de escuchar música imposible de romper, lo que uno hace es escoger partes sueltas”.
Sí: “Stage Fright” es uno de esos discos en los que todo lo que parecía estar firme en la tierra de pronto parece en el aire y quién sabe uno cómo y dónde y de qué manera acabará cayendo. Este aire de iluminada incertidumbre vuelve a brillar en todo su sombrío esplendor en “Once Were Brothers”, donde el fraternal plural del título deviene en la ya habitual para estos trámites primera persona del singular Robbie Robertson proponiendo, una vez más, su versión del asunto. Así, de nuevo, el mismo problema de siempre para el fan de la banda. ¿Es Robertson una mezcla de Paul McCartney responsable y trabajador y de la cada vez más entrometida Yoko Ono dentro de la saga de The Band? De acuerdo, es un gran guitarrista y componía buena parte de los mejores temas. Pero Robertson es también aquel al que la cámara de su compañero de juergas neoyorquinas Martin Scorsese (insisto: ahora productor ejecutivo del documental de Roher) dedicaba demasiados y casi amorosos primeros planos en la bienvenida despedida de un último concierto en “El último vals” (1978); el que hace memoria más bien selectiva en su autobiografía “Testimony” (2016); y quien ocasionalmente edita álbumes solistas entre la inspirada megalomanía y lo inocuo e inmediatamente olvidable.
Una cosa está clara: a lo largo de los años, ninguno de sus excompañeros (quienes fueron muriendo de uno en uno, como en una de Agatha Christie; solo queda Garth Hudson, retirado y no comments, dejando a Robertson como único guardián y rapsoda del mito) se privó de dedicarle los más floridos insultos. Y, ahora que lo pienso, tal vez el origen de su Apocalipsis haya estado ya en su mismo Génesis: ese bautizarse con un democrático e inclusivo The Band donde no es fácil mantener el equilibrio de bandmates. Pensar en que, más allá de ocasionales tensiones y entrada y salida de algún miembro, Tom Petty And The Heartbreakers (otros posibles Beatles americanos) jamás se separaron porque, tal vez, se llamaban, sí, Tom Petty And The Heartbreakers: las cosas claras desde el comienzo para una música precisa con todas las letras. Y, presumo, tampoco hubiese existido ningún problema demasiado insalvable si Fleetwood Mac (¿más seudo-Beatles?) se hubieran llamado Lindsey Buckingham.
Por suerte, lo que permanece es la fortuna bien habida de la gran música. Y, en lo personal, para mí el cover que The Band hace del “Don’t Do It” de Holland-Dozier-Holland (el que abre su concierto la última noche de 1971 en la Academy Music Of New York y quedó registrado en el sublime “Rock Of Ages”, no la versión que cerró como bis el, para mí, un tanto hipertrofiado “El último vals” el Día de Acción de Gracias de 1976 en el Winterland Ballroom de San Francisco) sigue siendo la más perfecta y vivificante canción para arrancar todo domingo. Después, claro, llega el lunes y, de nuevo, el pánico escénico.
En cuanto a Robbie Robertson, no hace mucho Bob Dylan lo llamó para invitarlo a tocar en su magistral “Rough And Rowdy Ways”. Robertson le contestó que no podía porque estaba muy ocupado con el montaje final y próxima promoción de “Once Were Brothers”. ∎