Película
El hilo invisible
Paul Thomas Anderson
Si “Boogie Nights” (1997) era un carrusel “scorsesiano” y “Magnolia” (1999) una montaña rusa “cassavetiana”, si “Embriagado de amor” (2002) era un torbellino “lynchiano” y “Pozos de ambición” (2007) un monolito “wellesiano”, si “The Master” (2012) se inauguraba con unas espirales “hitchcokianas” y “Puro vicio” (2014) garabateaba un laberinto “pynchoniano”, ¿cómo cabría calificar la nueva película de Paul Thomas Anderson, “El hilo invisible” (2017; en España, 2018)? ¿Y si la imaginásemos como una enredadera? ¿Y si, como nos sugiere la Real Academia, estuviésemos ante una película que trepa y “se enreda en las varas u otros objetos salientes”? ¿Y si, en su afán expansivo e inasible, “El hilo invisible” estuviese por todas partes y en ninguna al mismo tiempo? ¿Cómo referirnos de otro modo a un filme demasiado febril y disonante (gracias, Jonny Greenwood) para ser considerado neoclásico, cómo caracterizar esta obra demasiado original para ser etiquetada de posmoderna, cómo domesticar esta cinta demasiado antichic y armónica (¡gracias, Jonny Greenwood!) para ser considerada “moderna”?
A años luz del cine empático de sus inicios, esquivando los cantos de sirena del simbolismo, P. T. Anderson elabora en “El hilo invisible” un estudio sobre la aceptación (tormentosa) de la falibilidad del ser querido que se fragua sobre cada milímetro de carne actoral, de encuadre y de tela –el protagonista es un modisto en el Londres de los años cincuenta–. Un materialismo emocional que consigue enhebrar con pasmosa naturalidad una retahíla de mitos y referentes totémicos: Edipo y Pigmalión, el ama de llaves de Hitchcock y el Scottie de “Vértigo”, las presencias espectrales de Ingmar Bergman, las venganzas de Shakespeare y el halo trágico-romántico de Max Ophüls. Ingredientes nobles de una película que exhibe su grandeza con autoridad, convencida, como su protagonista, de su derecho a tener siempre la última palabra. ∎
Hilos que unen, lazos que atan.
Etiquetas
Compartir
