En la cartelera confluyen un puñado de aproximaciones al universo musical. Desde la bancada de la ficción, “Back To Black” (Sam Taylor-Johnson, 2024) recupera el latido trágico de Amy Winehouse, y “Segundo premio” (Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez, 2024) se desplaza del molde del biopic para elucubrar su “Esta (no) es una película sobre Los Planetas”. También desde la no ficción, normalmente más sugerente y aclaradora que la homóloga ficticia, se suceden incursiones en las aristas no cubiertas de los grandes de la música popular. Si hace unas semanas Quim Casas examinaba “Joan Baez. I Am A Noise” (Navasky, O’Boyle y O’Connor, 2023), otro prominente documental desmenuza la vida y los logros artísticos de otro de los destacados compositores americanos salidos del viñedo esplendoroso de los sesenta. “In Restless Dreams. La música de Paul Simon” (2023; estreno limitado en cines desde el 27 de junio) se edifica como un pormenorizado retrato del autor de “Cecilia”. Dividida en dos bloques (en España su distribuidora las ha decidido aglutinar en una única sesión de tres horas y media; y pese a la intimidante extensión, no resulta un visionado fatigoso, a excepción de algún momento de estudio), el monumental documental destapa el arco artístico y vital del músico de Queens.
El primer bloque se centra en su despunte como motor creativo del exitoso dúo Simon & Garfunkel; sus inicios siguiendo la estela de los Everly Brothers, más tarde bajo las interferencias de la escena folk de Greenwich Village; su primer disco –“Wednesday Morning, 3 AM” (1964)– de sonada indiferencia; el asalto al estrellato con el relanzamiento de un tema incluido en este primer LP, ese “The Sounds Of Silence” electrificado con la intervención crucial del ingeniero y productor Tom Wilson –maestre en Columbia de alguno de los discos elementales del período–, y de ahí a acceder a los anales de la música universal sin afiliarse a las corrientes predominantes de su tiempo. Por su parte, el segundo bloque, bautizado como el “Segundo verso”, contempla la trayectoria musical, aunque también la actoral y televisiva, así como su faceta privada, tras el distanciamiento con Art Garfunkel. Sus intentos afortunados, y algunos desafortunados, por despegarse de la férrea sombra de su anterior proyecto; esas diversas crisis de identidad que lo impulsaron a despegar en solitario y reinventarse en más de una ocasión.
Detrás de este exhaustivo trazado de la silueta del músico y compositor neoyorquino emerge la firma reputada de Alex Gibney. El veterano documentalista ganador del Óscar por “Taxi al lado oscuro” (2007) –y con títulos como “Enron, los tipos que estafaron América” (2005), “Citizen K” (2019) o “El crimen del siglo” (2021), así como diversos documentales musicales sobre Fela Kuti o James Brown– imprime cierta plusvalía impulsado por un minucioso trabajo de excavación documental, el cual convierte en un visionado vivaz y entusiasta. La estructura narrativa del trabajo vacila constantemente entre la gestación de “Seven Psalms” (2023), último álbum publicado de Paul Simon –e invitación irrechazable para explorar sus compartimentos creativos; en ese sentido Simon responde de forma generosa, al igual que cuando revela secretos de estudio y creativos al lado del influyente productor Roy Halee–, y toda esa mirada retrospectiva, cargada con el abundante material de archivo recopilado, e intercalada con pericia en el montaje, en la que se sigue su envergadura musical durante el pasado siglo.
No es este un trabajo que se arrodille ante una voz divina recordando sus gestas. Tampoco es aquel material que descubre la versión humana y confesional de un mito. Paul Simon siempre logra cierta distancia emocional que lo convierte en un personaje algo distante y blindado, de los que no regalan sonrisas. Se complementa su dibujo con intervenciones de Art Garfunkel y Carrie Fisher (metraje de archivo y sin aparecer en pantalla), de su íntimo amigo desde 2002, el músico Wynton Marsalis (se funden en un sentido abrazo a cámara cuando se reencuentran en el estudio), y de su actual esposa, la también cantante Edie Brickell. Y pese a la disparidad de voces que se suman, la figura principal no termina por desprenderse de esa coraza que impide al espectador acercarse a su espacio más íntimo. Sus inseguridades y temores saltan a la vista, y cómo estas interceden en sus distintas crisis de identidad, de las que casi siempre sale airoso. Se le ve acomplejado algunas veces al lado de Art; y con cierta malicia y rencor cuando intenta explicar las razones del divorcio no amistoso. Como si hubiera requerido un reconocimiento mayor y no pudiera sobrellevar compartirlo con su pareja artística de entonces. Y aun así, cuesta hacerse una imagen plenamente nítida del objeto de estudio.
Y no es por el intento hercúleo de Gibney por cubrir todo su arco vital y explorar todos los rincones. Nada queda fuera en la cobertura de su trayectoria: desde los inicios hasta un octogenario súbitamente impedido por la pérdida de audición en uno de los oídos. Desgastes físicos que lo suman en un estado de parálisis, frustrado ante la imposibilidad de igualar su fuerza creativa de antaño. Un reto que, de nuevo, será capaz de enderezar. En su extenso recorrido hay espacio para su nueva entrada en el imaginario popular con la banda sonora de “El graduado” (Mike Nichols, 1967), así como el posterior flirteo actoral de Art bajo el manto de Nichols, la boda de Carrie Fisher y el consecuente divorcio, la fallida entrada en el cine del propio Simon en “One-Trick Pony” (Robert M. Young, 1980), el concierto masivo en Central Park en 1981, su reinvención como embajador de la world music con el fabuloso “Graceland” (1986), su activismo político y sus diversos amoríos y fracasos. Hay metraje para cada una de sus resurrecciones, y para todos sus himnos. Poco se queda en el tintero. Además genera valor la disposición aguda de un Gibney obligado a cumplir con una condición por parte del retratado: “La música debe sonar bien”. Cumple con creces con la consigna. Un meritorio diseño de sonido envuelve el recorrido, suplementado con varios aciertos visuales, como los cinemagraphs que dinamizan las imágenes estáticas.
En su vibrante recorrido se encadenan instantes gloriosos; algunos que el tiempo había arrastrado hasta el olvido. Es el caso de esa histórica actuación en Zimbabue, durante el apartheid sudafricano. En esta Simon interpreta “Graceland” con la ayuda de los músicos Hugh Masakela y Miriam Makeba, y una vez en el bis, acaban interpretando dos veces “You Can Call Me Al”, por aclamación popular, o eso entiende uno de los músicos. O cuando su actual pareja, Edie Brickell, quien confiesa un crush instantáneo desde que ve su rostro en la portada de su disco homónimo, se ve alterada por su presencia en plena actuación televisiva, haciendo que pierda el hilo de la letra. O esa gala en que se cruzan en la entrega de un premio John Lennon y los ya distanciados Simon y Garfunkel. Son solo tres instantes gloriosos recuperados por este trabajo de admirable ejecución y ambición asumida. Aplausos a la salida, y varios dispuestos a pedir el bis. ∎