En una época en que en la punta de los dedos tenemos un caudal inalcanzable de música e información, ¿tiene sentido la publicación de un ensayo musical informativo, cuando toda la mandanga audiovisual y textual está a un clic? Solo si el libro ofrece un valor añadido. Este elemento suele encontrarse en un enfoque original, quizá una visión personal y literaria que te agarre por las solapas y te seduzca con su glosa y haga que te abalances sobre la música. Un buen libro de ensayo musical suele implicar rastros de periodismo gonzo –no hay que pegarse con nadie, tan solo haber estado allí o poner algo de tu parte, como el muy recomendable “Qui toca aquesta nit? Una història del rock en 64 concerts” (2023) de Ricky Gil– o el esfuerzo de coger el teléfono e interrogar a los protagonistas: “¡Police work!”, que dirían en “The Wire” (David Simon, 2002-2008), el que ha hecho Jordi Pujol Nadal en el loable “Caballos salvajes. Gram Parsons (1968-1973) Una historia oral” (2024).
Estos segmentos encuadran las grandes monografías rock de los últimos años: estoy pensando en el monumental ejercicio de prosa poética, entrevistas y crónica que es “Electric Eden” (2010) de Rob Young, que pide una traducción española a gritos, o en el exquisito y vivido “Temporada de brujas. El libro del rock gótico” (2023) de Cathi Unsworth. Por desgracia, “Glam Rock. La revolución de las lentejuelas”, de Noelia Murillo (Madrid, 1994), no tiene la mayoría de estas virtudes. Y en el fondo de todo, su gran defecto es que no tiene una visión personal que justifique el dispendio de páginas y fotones a todo color. Estamos ante un libro-lista de bandas, que van de lo más obvio (David Bowie) al heavy-glam-chimpún español (Bella Bestia). Armada con tres páginas de bibliografía, y asumo que mucha consulta a Wikipedia, Murillo resume la carrera de artistas sobre los que hay un universo de tinta derramado y, lo que es peor, los despacha sin aportar nada, a base de recitar alineaciones de miembros y listas de discos –me recuerda al listo de la clase que se sabía de memoria todas las bifurcaciones de Sabbath/Rainbow– e incurrir en tópicos por enésima vez. Por ejemplo, que los que se escandalizaban con “las contorsiones de Iggy Pop, recordaban a lo que antes hizo ‘El Rey Lagarto’. Pero para cuando ‘La Iguana de Detroit’... (sic)”. O que “conviene comentar que el inglés”, por Bowie, “fue un visionario”. Flaquea transmitiendo entusiasmo y explicando la música: con “‘Tanx’ es un disco muy competente”, liquida un hito de Marc Bolan. Y nos arranca una sonrisa involuntaria al incurrir en juicios pacatos sobre el pecholobo de Paul Stanley o la portada del “Appetite For Destruction” (1987) de Guns N’ Roses (sobre todo para un libro centrado en la supuesta cloaca del rock).
Murillo se alinea en el extremo más plomizo del periodismo rock, el de Jordi Sierra i Fabra: ni utiliza la espada de la verdad, subjetiva y pasional (la de Oriol Llopis o Lester Bangs), ni la de la reflexión académica y la crítica cultural (las de Simon Reynolds o Jaime Gonzalo). El fallo de este libro es de base: Jordi Sierra i Fabra publicó decenas de veces el frío ejercicio de juntar armazones de información sin revestirlos de chicha. Pero entonces no había Wikipedia ni Spotify, claro. Más provechoso habría sido centrarse más en los artistas de los márgenes y darles voz (¿que tal una historia oral del glam hispano?) o conectar los puntos interdisciplinares entre moda, diseño y glam rock. Este libro no tiene nada de malo, pero tampoco demasiado bueno. ∎