Podría haber sido el agotador pero legendario proceso de gestación de “Born To Run” (Columbia, 1975). O la conquista del mundo con “Born In The U.S.A.” (Columbia, 1984). O, incluso, en una onda similar a la de Bob Dylan con “A Complete Unknown” (James Mangold, 2024), los tiempos en que, siendo un veinteañero, Bruce Springsteen llegaba a Nueva York para cantar delante de John Hammond en una audición para Columbia y Jon Landau veía en él “el futuro del rock’n’roll”. Pero no. El aterrizaje en Hollywood del “mito Springsteen” ha sido por la vía del sombrío, retorcido y no siempre comprendido “Nebraska” (Columbia, 1982). Un rotundo (y muy valiente) alto en el camino que lo desviaba de su hasta entonces meteórica trayectoria hacia el estrellato pero que el músico tuvo repentinamente la necesidad de realizar para cicatrizar viejas heridas poco antes de que todo estallara y, con los siete sencillos de “Born In The U.S.A.” colándose uno tras otro en el top 10, se convirtiera, ahora ya sí, en icono global.
Puede que, a pesar de su pozo literario y sonido único, el acústico “Nebraska”, que su autor ha llegado a calificar durante los últimos años como su mejor trabajo (elogio que, anteriormente, ya le habían dedicado al álbum músicos como Steve Earle, Rosanne Cash o Richard Thompson), no sea el disco favorito de los fans que únicamente sintonizan con el Springsteen más showman y expansivo. Pero el estreno de la película “Springsteen: Deliver Me From Nowhere” (Scott Cooper, 2025) –basada en un revelador libro homónimo del músico y escritor Warren Zanes, guitarrista del grupo The Del Fuegos y autor de “Petty. La biografía” (2015; Neo Person, 2017)– y la publicación, solamente cuatro meses después de un “Tracks II: The Lost Albums” (Columbia, 2025) todavía en proceso de asimilación, de “Nebraska ’82: Expanded Edition” (Legacy-Sony, 2025), revisión lujosa del disco con una largamente codiciada versión eléctrica del mismo como joya del paquete, invitan a mirar con otros ojos lo que, en un principio, tenían que ser únicamente las maquetas con las que empezar a trabajar el disco que luego conoceríamos como “Born In The U.S.A.” pero acabaron convirtiéndose para su autor en un determinante ejercicio de autoafirmación artística a la vez que en un bote salvavidas donde poderse agarrar. Un álbum grabado con “una porquería de aparato” –que es como Chuck Plotkin, encargado del laborioso proceso de masterización, definió el Teac Portastudio Modelo 144 con que se capturaron las canciones que acabarían conformando el sexto disco de estudio de Springsteen– pero que constituyó una pieza imprescindible del puzle para que el cantante se comprendiera mejor a sí mismo antes de conquistar definitivamente el mundo.
Bruce Springsteen se cerró en sí mismo tras la gira de “The River” (Columbia, 1980), su primer número uno en ventas, durante la cual empezó a plantearse, coincidiendo con la victoria electoral el 4 de noviembre de 1980 de Ronald Reagan, qué voz debía adoptar un artista en el terreno político. “No sé qué os parece lo que ocurrió anoche, pero a mí me da bastante miedo…”, soltó durante un concierto el día siguiente del triunfo del nuevo presidente en Tempe (Arizona) un músico que, en 2025, es inconcebible que no despotrique contra Donald Trump en cualquiera de sus directos pero que, entonces, no era habitual que se prestase al comentario político de un modo tan abierto.
Recluido en una casa rural alquilada de Colts Neck –este de Freehold, Nueva Jersey– a la que se había mudado durante el tour, empezó a grabar una serie de canciones compuestas durante dos meses sobre personajes moralmente ambiguos a los que evitaba juzgar y unos paisajes en blanco y negro de los Estados Unidos de los años cincuenta que lo empujaban, coincidiendo con que algo en su mente se empezaba a tambalear, a revivir los traumas que arrastraba de su infancia.
“Nebraska”, la canción, contaba, tras quedar Springsteen impactado con el visionado en televisión de “Malas tierras” (Terrence Malick, 1973), la historia de Charles Starkweather, tipo que mató a diez personas en aquel estado durante ocho días de enero de 1958 con la participación extraña de su novia adolescente. Hijo de una familia respetable y obsesionado con James Dean después de ver “Rebelde sin causa” (Nicholas Ray, 1955), Starkweather, que es como se llamaba en un principio la canción, fue ejecutado en la silla eléctrica algo más de un año después. “Atlantic City”, relato de supervivencia en unos Estados Unidos en decadencia, ponía el foco en la nueva vida de un hombre que, ahogado por las deudas, se proponía dejar los valores aparcados y poner junto a su chica el contador a cero en lo que había sido durante mucho tiempo la ciudad del crimen. “Mansion On The Hill”, al igual que “Used Cars” y “My Father’s House”, estaba escrita desde la perspectiva de un niño. Reflejaba la distancia entre una línea, la de los pobres y los ricos, que Springsteen sabía que tendría que cruzar pronto, y conectaba con los confusos cinco años en que su familia se instaló en el destartalado hogar de los abuelos paternos, donde el shock vivido con el mortal atropello de Virginia, hermana de su padre, por un camión cuando solo tenía seis años, latía todavía en el ambiente.
“La vida sobre la que hablo en ‘Nebraska’ es la que yo llevaba con mis abuelos cuando vivíamos en su casa”, le contaba Springsteen a Warren Zanes en “Deliver Me From Nowhere. La historia y creación de Nebraska, de Bruce Springsteen” (2023; Neo Person, 2025; traducción de Ainhoa Segura Alcalde). “Había una estufa de queroseno para calentar toda la casa, una cocina de carbón para guisar, todo muy irlandés de la vieja escuela. Así eran mis abuelos, pertenecían a un mundo antediluviano (…). Pero es su historia la que cuento en ‘Nebraska’, es mucho más la historia de mis abuelos que la de mis padres. A veces, en mis sueños, regreso a esa casa, que sigue siendo un lugar muy importante para mí; me inspira muchas emociones. Sigo pasando a menudo por allí”.
“Johnny 99”, esta vez en la onda del aislamiento y desesperación que exudaban otras tantas canciones del lote, trataba de un joven que, tras perder su puesto de trabajo en una fábrica automovilística de Nueva Jersey, se hartaba de luchar e, incapaz de encontrar un nuevo empleo, empezaba una nueva vida criminal. “Highway Patrolman”, tema sobre los lazos familiares, ponía el foco en el dilema de un agente de la ley sobre si arrestar o dejar escapar por la frontera canadiense a un hermano involucrado en un crimen. La inquietante “State Trooper”, donde más se percibía la relevante influencia que, por su tono y dureza, jugaron en “Nebraska” las canciones del dúo Suicide –con quienes Springsteen había coincidido en los estudios neoyorquinos Power Station mientras grababa “The River” y, dos décadas más tarde, recuperaría en la gira de un disco en cierto modo conectado a “Nebraska” como fue “Devils & Dust” (Columbia, 2005)–, era otra historia de una fuga, en este caso la de un tipo por la autopista de Nueva Jersey de quien no se nos especificaba en qué lío se había metido pero a quien oíamos rogar ser salvado de la nada: Deliver me from nowhere…
“Open All Night”, otra road song, era, por su tempo y vitalidad, la canción que más se alejaba del tono del álbum, aunque repitiera la famosa oración de “State Trooper” con la que, en el título de su libro, Zanes quiso resumir la angustia existencial también de Springsteen. Y “Reason To Believe”, finalmente, enigmática canción –en el título nos transportaba a Tim Hardin, del mismo modo que “Mansion On The Hill” lo había hecho con Hank Williams–, nos invitaba a cuestionarnos si había motivos para creer en nada mediante cuatro escenas marcadas, esta vez, por la prosa sureña de Flannery O’Connor (1925-1964), de quien la esposa del mánager de Springsteen, Jon Landau, le había regalado una antología de relatos –que tampoco juzgaban a nadie– justo antes de empezar a componer las canciones de un disco muy influido también por un filme en que confluían niños, violencia y moral –“La noche del cazador” (Charles Laughton, 1955)– y ese país en blanco y negro que Robert Frank, también durante los años cincuenta, había fotografiado con su Leica en “Los americanos” (1956).
“Nebraska”, según le explicaba Springsteen a Kurt Loder, redactor jefe de ‘Rolling Stone’, un par de años después de la publicación del disco, “trataba de este aislamiento tan propio de la sociedad estadounidense: lo que le ocurre a la gente cuando se aleja de sus amigos, de su entorno, del Estado y de su trabajo”. La llegada de Reagan –como había dicho Springsteen, en efecto, “daba bastante miedo”– y una crisis depresiva –probablemente la primera de las que, con los años, sufriría– que se acentuó cuando, una vez finalizado el disco, Springsteen se fue por carretera a su nuevo hogar en Los Ángeles, empujaron al músico a examinar un período de su infancia que había dejado huella y que volvía una vez tras otra a su cabeza a medida que “Nebraska” iba tomando forma.
Se hace realmente difícil creer que The E Street Band, cuya alineación ya no volvería a ser exactamente la misma desde la culminación de “The River Tour”, pudiera abordar un material tan oscuro como el que Bruce tenía en sus manos. Que Springsteen, tras una gira durante la cual la banda había sonado otra vez pletórica, publicara un disco grabado con un aparato de cinta de casete cuando, evidentemente, dado su estatus, podía haber utilizado todos los recursos tecnológicos existentes, sigue siendo uno de las grandes giros de guion de la historia del rock. Después de “Nebraska”, ciertamente, muchos músicos empezaron a valorar lo que podía aportar a su música ese rudimentario método de grabación pero, en 1982, año de “Thriller” (Michael Jackson), “Toto IV” (Toto), “Mirage” (Fleetwood Mac), “Avalon” (Roxy Music) y tantos otros discos en que el equipo técnico existente en el estudio tenía una relevancia no particularmente menor, nadie esperaba que grabar en el dormitorio de casa en cinta de casete pudiera ser ni tan siquiera una opción para un músico en la cima. Un músico, en el caso de Springsteen, que había dedicado obsesivamente en “Born To Run” (1975), “Darkness On The Edge Of Town” (Columbia, 1978) y “The River” (1980) jornadas interminables en el estudio para dar con el sonido perfecto.
Springsteen y su banda, en efecto, intentaron abordar en abril de 1982 las maquetas que el cantante había grabado con su TEAC entre el 17 de diciembre de 1981 (tres meses después del último concierto de “The River”) y el 3 de enero de 1982 en Colts Neck. Fueron unas sesiones en las que ya se probaron versiones de “Born In The U.S.A.”, “Downbound Train” o “Working On The Highway” (entonces todavía “Child Bride”), pero en las que, como coincidirían tanto Springsteen, primero, como Jon Landau, Chuck Plotkin y Steve Van Zandt, después, el espíritu de lo grabado a solas unos pocos meses antes por Springsteen en su casa alquilada se desvanecía irremediablemente por el camino. “Con cada paso que daba para mejorarlas [las canciones], perdía el favor de los personajes”, le admitía Springsteen a Warren Zanes. “Pero esos personajes en concreto eran unos marginados. Esos personajes tenían un sonido propio”, le interpelaba el periodista y guitarrista. “Sí. Y mi trabajo consistía simplemente en aceptarlo y no joderlo todo”, remataba el de Nueva Jersey. ¿Un salomónico doble álbum? ¿Justo después de “The River”, que ya lo era? No, eso no iba a ser ninguna solución. Tocaba jugársela.
“Nebraska”, primer disco desde “Greetings From Asbury Park, NJ” (Columbia, 1973) en que la imagen de Springsteen no aparecía en portada, se publicó el 30 de septiembre de 1982. El músico, dispuesto a que fueran las canciones las que hablaran por sí solas, ni tan siquiera concedió una entrevista para promocionarlo. Y, por supuesto, no hubo singles ni “Nebraska Tour”. En los créditos se leía el nombre de Mike Batlan como ingeniero, pero nadie lo producía. Y en las diez canciones (41 minutos) del disco no había participado otro músico que no fuese Bruce Springsteen (guitarra, armónica, mandolina, percusión y glockenspiel), que tenía ya escritos los hit singles que el mundo conocería dos años más tarde pero que al principio solo él estaba convencido que… debían esperar. Pasar de “Hungry Heart” a “Dancing In The Dark” era el paso lógico que ansiaban los ejecutivos con el símbolo del dólar en los ojos de la CBS. Pero no era el paso que Bruce Springsteen pensara que debía formular aún, incapaz de poder mantenerse cuerdo si aquellas grabaciones no salían de Colts Neck. Quizá nadie hoy diría aquello tan tópico de que Springsteen es “uno de los pocos rockeros que tiene los pies en el suelo” si “Nebraska” no hubiera conseguido salir a la luz.
En su dormitorio de Colts Neck, Springsteen se había sentado en el borde de la cama para cantar y tocar. Dos micrófonos estaban conectados a una grabadora doméstica de cuatro pistas relativamente nueva llamada TEAC 144 que, junto a otro aparato Echoplex capaz de propagar un efecto de eco similar al que Springsteen había oído en los viejos discos de Elvis Presley para Sun Records, iba a encargarse de capturar esa atmósfera tan particular de aislamiento, frustración, violencia y niñez. Quince canciones –entre ellas, versiones primigenias de “Born In The U.S.A.” y “Downbound Train”– se incluirían en una cinta de casete que llegaría a manos de un Jon Landau que no solo quedó impresionado por la narrativa del álbum, sino también por la desesperación que inundaba lo que su cliente y amigo necesitaba imperiosamente expresar.
“Nebraska”, pese a todos los pesares, llegó al número 3 en Estados Unidos y Springsteen asumió por primera vez que su carrera no siempre estaría ligada a la de los chicos de la E Street Band. Con un espíritu más o menos similar, “The Ghost Of Tom Joad” (Columbia, 1995) y “Devils & Dust” (2005), ambos –ahora sí– con su correspondiente gira, incidirían en la faceta acústica del músico que, durante este tiempo, ha visto que lo que en 1982 se antojaba inimaginable –que una estrella del rock pudiera grabar... en su dormitorio– ha sido adoptado por músicos de todo tipo de tendencias, maravillados por los poderes quizá no del todo explicables del home recording.
“Nebraska” descubrió las maquetas como un vehículo de transmisión de ideas con entidad propia y señaló el camino a músicos como Elliott Smith (“Roman Candle”, 1994), Iron & Wine (“The Creek Drank The Cradle”, 2002) o Bon Iver (“For Emma, Forever Ago”, 2007), entre otros. La cantautora folk Aoife O’Donovan hizo entre 2020 y 2022 numerosos conciertos en que interpretaba “Nebraska” de principio a fin. Y el prolífico Ryan Adams lo grabó entero en 2023. Las versiones, el año siguiente de la publicación del disco, que hizo Johnny Cash de “Johnny 99” y “Highway Patrolman”, así como la interpretación que poco tiempo después Steve Earle –tipo cuya biografía no habría desentonado en el elenco de “Nebraska”– hacía de “State Trooper”, son algunas de las aproximaciones con más puntería que diferentes músicos han hecho al material del disco. Cada noche, en algún bar de los Estados Unidos, músicos de todo tipo cantan “Mansion On The Hill” y “Atlantic City” junto a viejas historias folk de su país. ∎