Reclinatorio gótico. Foto: Sergio Morales
Reclinatorio gótico. Foto: Sergio Morales

Concierto

Ethel Cain: la misa de los raros

El pasado sábado, 8 de noviembre, en el Teatro Eslava de Madrid, asistimos al concierto de Ethel Cain, que convirtió el mítico escenario madrileño en una iglesia maldita de distorsión, culpa y redención. Entre el drone y el folk, con pequeñas pinceladas de metal, la artista norteamericana firmó una misa antimisa en la que repasó los dos discos que ha publicado este año. El día anterior lo había hecho en Barcelona (Razzmatazz).

Ethel Cain ha publicado dos discos en 2025 y no podrían ser más opuestos entre sí. “Perverts” es un álbum oscuro, de podredumbre y culpa, un bodegón barroco hecho de drone con una falsa sensación de pop y un tono casi ritual. “Willoughby Tucker, I’ll Always Love You”, lanzado en agosto, es lo contrario: un ejercicio de folk confesional que narra la toxicidad de su primer amor adolescente, sin abandonar el prisma gótico que define todo su universo. Hayden Silas Anhedönia, la mujer detrás del alias, ideó el personaje de Ethel Cain cuando soñaba con ser directora de cine. En el Teatro Eslava de Madrid, sin embargo, la intérprete se desdibujó para dejar paso a la compositora.

Criada en una familia evangélica en Florida (su padre era diácono, ella cantaba en el coro), Anhedönia lleva años escribiendo sobre trauma religioso, represión sexual y disidencia. Se declaró gay a los 12, abandonó la iglesia a los 16, comenzó su transición a los 20 y se convirtió, poco después, en la primera artista trans con un álbum en el top 10 de la lista Billboard 200. Más tarde, le diagnosticaron autismo. Su público lo sabe: la cola para entrar al Eslava parecía una procesión LGTB, un desfile de góticas culonas, neurodivergencia y sexualidades disidentes que entienden su música como un refugio, hecha por una persona tan en los márgenes como ellos. Siempre hay alguien más raro que tú en el mundo, y eso reconforta un poco.

La reafirmación de un privado culto oscuro. Foto: Sergio Morales
La reafirmación de un privado culto oscuro. Foto: Sergio Morales
En directo, sin embargo, Cain es más terrenal. Se mueve con solemnidad en un juego de espejos entre la persona y el personaje, alternando momentos de recogimiento con descargas de ruido que rozan el trance, levantando un muro de sonido que recuerda por momentos al stoner de OM o al doom de Earth. La acompañan Kaylee Stenberg al bajo, Dakota Floeter a la guitarra (que en varios pasajes usa un arco de violín sobre las cuerdas, generando un drone denso a través de ese clúster extraño) y Bryan De Leon a la batería. El guitarrista que falta, Matthew Tomasi, también forma parte de 9Million, la banda canadiense de shoegaze que abrió la noche: estos son más noventeros que ella y deudores de My Bloody Valentine, si bien gran parte de los elementos principales quedaron completamente sepultados entre capas de fuzz y reverberación, víctimas de una mezcla poco generosa desde la mesa. Ya con Ethel Cain, hay muchas pistas disparadas, sobre todo durante los tramos en los que interpreta su último LP, y se echa de menos algo más de aire, cierta imperfección humana entre tanta programación. En cambio, cuando el concierto entra en la fase “Perverts”, los cuatro músicos bastan para reconstruir ese paisaje de forma orgánica y darle una textura distinta a la del estudio: más sucia, más imprevisible y, sobre todo, más viva. No sorprendería la presencia de la artista en el SonicBlast u otras programaciones similares.

Rareza sin ocultaciones. Foto: Sergio Morales
Rareza sin ocultaciones. Foto: Sergio Morales

Así, el setlist fue una montaña rusa llena de picos de tensión y posteriores momentos de silencio: del cielo al infierno, y de vuelta. “Willoughby’s Theme” abrió la noche como un salmo distorsionado, con un piano clásico que iba dando paso al grano que ocupó gran parte del show. Luego, “Janie” introdujo el tono confesional, si bien en “Fuck Me Eyes” llegó el primer momento de comunión real: los coros del público tapaban su voz, y por primera vez se intuía a Hayden bajo la máscara de Cain, dando paso a una personalidad nada gótica que disfrutaba pasando la voz cantante al público. “Nettles” cambió el clima: guitarras envueltas en reverberación y una estética que recordaba a Mazzy Star si hubiesen crecido en una iglesia baptista. A partir de “Dust Bowl”, sin embargo, el ambiente se volvió mucho más denso: el sonido se expandió hasta el techo y en “Vacillator” estalló del todo. El tema, mezclado con fragmentos de “Perverts” y “Houseofpsychoticwomn”, fue una pieza de noise controlado. Tras la tormenta, “A Knock At The Door” devolvió el silencio. Luego vinieron “Radio Towers”, “Tempest” y “Sun Bleached Flies”, que cerraron el bloque principal con una sensación de calma incómoda, a medio camino entre la fe, la desesperación y el revival de la cultura gótica. Los bises siguieron el mismo hilo, pero con un tono más íntimo. “Family Tree” recuperó el espíritu de “Preacher’s Daughter” (2022), el álbum que encumbró a Cain, y “Crush” y “American Teenager” cerraron la noche como guiño a su debut, un recordatorio de que, pese a toda la imaginería religiosa y el barro, Cain sabe escribir canciones pop.

Ver a la norteamericana en directo es pensar en su parecido inevitable con Florence Welch: misma teatralidad corporal, idéntico magnetismo de predicadora. Pero donde Florence busca redención, Hayden se refugia en el ruido. A lo largo de algo menos de dos horas, la artista convirtió el Teatro Eslava en una iglesia maldita de distorsión, culpa y eco metálico. Al salir, quedaba la sensación de haber asistido a algo incómodo, imperfecto y, por eso mismo, profundamente real. Al final, lo de Ethel Cain fue casi una misa antimisa, donde el doom más satánico se funde con el imaginario religioso en un ritual en el que nadie fingía ser normal. Ella intentaba esconderse entre capas de drone y distorsión, aunque no hacía falta. Todos los que estaban allí eran tan raros como ella, así que no hay nada que ocultar. ∎

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