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Firma invitada / Canciones

La leyenda del tiempo

E

s muy difícil que una misma letra, un mismo poema, pueda sonar en dos lugares a la vez y no volvernos locos. El poema de Federico García Lorca para su pieza teatral “Así que pasen cinco años” (1931), subtitulado “Leyenda del tiempo”, tiene dos versiones impresionantes y eso es raro. Son conocidas: Camarón de la Isla, primero, en el álbum titulado “La leyenda del tiempo” (1979), y, casi veinte años después, Enrique Morente, en su “Lorca” (1998), consiguen tan rara hazaña. Es una obra de teatro, claro, y, podríamos decir que se trata de dos montajes teatrales distintos. Podría ser una explicación, pero es del todo insuficiente. Por ejemplo, después del “Homenaje flamenco a Miguel Hernández” (1971) de Morente, yo escucho a Serrat con los mismos versos y no, no puede ser, parece que se esté recitando en el viejo bachillerato.

Es muy curiosa también la forma de enfrentarlos, al contrario de lo que suelen hacer estos maestros; la versión de Camarón atiende sobre todo a la melodía y la de Morente al ritmo, al ritmo interno del poema. Camarón mece su bambera por soleá y los tientos de Morente van parando el tango que suena por debajo. “El sueño va sobre el tiempo / flotando como un velero. Nadie puede abrir semillas / en el corazón del sueño”. Qué maravilla las imágenes que le puso Isaki Lacuesta en la película del mismo título. Contado parece inconcebible que queden bien: esas barcas varadas mientras se retira la marea, una imagen de postal, pero que en la película de Isaki Lacuesta parece que meten una segunda estrofa que se salta la versión de Camarón, aunque sí que está en la de Morente: “¡Ay, cómo canta el alba, cómo canta! / ¡Qué témpanos de hielo azul levanta!”.

Me siento tentado de obviar aquí los mitos que Ricardo Pachón ha hecho circular sobre el éxito de este disco de Camarón. “La leyenda del tiempo” fue, con mucho, en su tiempo, un disco exitoso, del que Camarón vendió más ejemplares que de ningún otro anterior. Lo del aficionado que fue a El Corte Inglés a devolver su vinilo aduciendo que eso no era flamenco fue solo un caso. Se llamaba José González y las malas lenguas dicen que lo mandó el propio Ricardo, pero no, no es verdad. Era un aficionado onubense que prefería con mucho una tanda de fandangos a una soleá, así que no podríamos llamarlo ni tan siquiera un purista. El trabajo de Ricardo Pachón es admirable. Estuvo aquí, como antes había estado con los primeros Lole y Manuel, con los Veneno, con los Pata Negra después, hasta hizo “Perraterías” (2005) con Tomás de Perrate, quizá su última producción magistral. En fin, de quitarse el sombrero. Por eso se entienden poco sus continuas mixtificaciones y tontadas sobre el cante gitano y demás consideraciones melancólicas que no solo no son verdad, sino que flotan como una nube oscura sobre sus trabajos más admirables. Recordemos su serie de televisión “El ángel” (1984), por ejemplo, que sigue emocionando como el primer día.

Pero volvamos a Camarón, a las dos melodías prodigiosas que encadena Camarón, una para la primera estrofa que quedará como estribillo y otra con la que va avanzando con el poema hasta el final de la canción. Obviamente, esa riqueza melódica extraña al aficionado curioso porque a Ricardo Pachón, que firma el tema, no le hemos vuelto a escuchar nada tan melodioso. Así que muchos pensábamos que tendría que haber sido Camarón el que aportara musicalidad, además de esa capacidad suya, portentosa, para el ritmo. El mar entero convertido en bambera nos mece así. Pero, por más que Ricardo ha contado alguna versión repentista de cómo concibió el tema, sigue sin cuadrar. ¿Por qué desaparece el estribillo original que escribiera Federico García Lorca?

He tenido la suerte y las madrugadas necesarias para asistir a la intimidad de la familia de Lorca, de sus sobrinas, y ver, oír, escuchar como cantan lo que cantan. La musicalidad, la idea misma de canción, de canción popular verdadera, convoca a las hermanas a estirar la memoria y cantar en una lengua que viene de antes de la Guerra Civil que asoló las Españas, antes que el fascismo triunfante asesinara al poeta. “El tiempo va sobre el sueño / hundido hasta los cabellos. / Ayer y mañana comen / oscuras flores de duelo”. Bajo esa memoria, con ese asombro, mecidas por el mismo tiempo, cantan como el alba, qué espesuras de anémonas levanta. Y yo, allí repanchingado, hundido en el mullido sofá, no daba crédito a lo que estaba oyendo, sobresaltado, todo era maravilla. Claro, lo primero que pude pensar es que estaban haciendo sonar las letras de “Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín” (1929) y “La zapatera prodigiosa. Farsa violenta en dos actos” (1930) con la voz de Camarón, la música de Pachón. Pero no, para nada, al revés, todo lo contrario. Era Federico García Lorca quien había concebido esa y otras melodías a la hora de leer algunas de sus obras teatrales, mezcla de procedimiento mnemotécnico y de preciosas notas para que después fueran interpretadas con exacto aire popular. Por ejemplo, en “Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín”, pieza censurada por la dictadura de Primo de Rivera, sonaba con el leitmotiv de la canción: “La noche canta desnuda / sobre los puentes de marzo. / Belisa lava su cuerpo / con agua salobre y nardos”. Hagan el ejercicio y entenderán el prodigio de la melodía, cómo da entendimiento. El estribillo, sin embargo, viene de ”La zapatera prodigiosa. Farsa violenta en dos actos”. Aquí sí, tiene ese tono de anuncio consecuente y vociferante: “La señora zapatera / al marcharse su marido / ha montado una taberna / donde acude el señorío”. La musiquilla tiene algo de farsa que Camarón supo bien solventar y darle, a la vez, el ritmo y melancolía que pedía la letra propuesta por Pachón. No hay una explicación clara a por qué usa Pachón dos melodías de Lorca para una letra tercera, también del poeta granadino. Antonio de Casas, vaporoso pintor realista y cantaor semiprofesional, se había casado con Tica Fernández-Montesinos, recientemente fallecida, la última de las sobrinas que había conocido a García Lorca. Antonio de Casas fue quien transmitió a Pachón las dos melodías. Tanto el “Perlimplín” como la “zapatera” están llenas de una violencia que parece ser que Antonio de Casas extendía en su matrimonio, una historia de maltrato verdaderamente dramática. Supongo que Pachón quiso correr un tupido velo y huir de cualquier alusión a una intimidad brutal. García Lorca, especialmente en el “Perlimplín”, renueva un mito fundacional de las revoluciones modernas: las protestas carnavalescas contra el matrimonio desigual. De aquellas cencerradas, charivaris en francés, rough music en inglés, proceden muchos de nuestros impulsos revolucionarios, tanto desde el mundo de los obreros como del feminismo primero, como bien nos recordarán Julio Caro Baroja o Natalie Zemon Davies.

Lo dicho, la falta de concordancia entre melodías y texto es salvada por un Camarón en estado de gracia que, sin embargo, estaba en esos momentos huyendo del proyecto radical que Pachón le había propuesto. Era el sonido Veneno lo primero que se puso sobre la mesa y Camarón salió corriendo hacía atrás, recurriendo al magisterio de Alameda o Dolores, grupos más mainstream y consolidados que lo que significaban los hermanos Amador y Kiko Veneno en esos momentos. Estaba Tomatito, es verdad, pero fueron gachones, payos y jambos los que salvaron la rítmica en aquel disco. El metal de Camarón hace maravillas y sus inflexiones de voz arrastran hacía abajo melodías demasiado irónicas para la letra grave y lírica de “La leyenda del tiempo”. Bobote me ha contado muchas veces cómo Manolo Soler –sí, el verdadero artífice de “Macarena”, aunque el documental de El Terrat lo minimice– tiraba rítmicamente de las riendas de aquel disco.

Obviamente, el proceso de Morente es otro. Había abordado el tema en el disco que preparó, por invitación de Juan de Loxa, para la Casa Museo de Federico García Lorca en Fuentevaqueros, ocho años antes de su “Lorca”. “Poema del tiempo”, así figuraba en los créditos del disco. Este de Fuentevaqueros es un disco seminal donde aparece todo lo que Morente desarrollará posteriormente sobre la poesía de Federico García Lorca, un poco como su “Misa flamenca” (1991) contiene ya el “Omega” (1996). Morente tenía dudas de si era conveniente o no ofrecer otra versión de una letra que ya se había hecho popular de otro modo. Juan de Loxa me contaba de esas cuitas aunque, como yo, pensaba que era formidable que las mismas estrofas dieran dos versiones tan diferentes. Lo pensaba a posteriori, porque las diferencias entre las maquetas y el resultado final le despertó muchas dudas. Antes de sus recomendaciones “jondistas”, Morente había sumado toda una rondalla, la Orquesta de Laúdes y Bandurrias del Sacromonte. Morente entra en la médula rítmica del poema lorquiano y lo hace con los contratiempos. Sus tientos echan para atrás el tiempo, adelantan el tiempo, que de las dos formas llaman los flamencos a ese hacer peculiar de los tientos que casi, pero nunca, llegan a ser del todo tangos. Ese adelante y atrás en el reloj del ritmo fascinaba a Morente y obviamente lo reconoció en los versos de Lorca. “¡Ay, cómo canta la noche, cómo canta! / ¡Qué espesuras de anémonas levanta!”. No se puede dejar caer mejor esa letra. Enrique Morente lo hacía así, dejando caer cada una de las palabras. “Sobre la misma columna / abrazados sueño y tiempo / cruza el gemido del niño / la lengua rota del viejo”. ¡Qué maravilla!, cómo da entrada a su hija Estrella en continuación exacta de la letra y del tiempo.

Es verdad que la segunda versión tiene unos arreglos modernos brillantes. En las maquetas que he podido escuchar de la primera es impresionante el arrastre de la guitarra de Juan Habichuela, tan acerado y eléctrico en algunas ocasiones como para pensar que fuera su hermano Pepe –pero Juan de Loxa me aseguraba que era Juan–. Precisión del revés, no acaba de vibrar entera la cuerda cuando ya se para. Están salpicados de silencio esos tientos. Arrastre de pies y manos. “Y si el sueño finge muros / en la llanura del tiempo / el tiempo le hace creer / que nace en aquel momento”. En el disco fue otro Habichuela, Juan Carmona hijo, quien metió la guitarra. Es muy irónico el uso que hace Morente de ese arrastrar el tiempo: en la primera versión con la rondalla de bandurrias y en el segundo con el jazz moderno, un poco a lo Pat Metheny. Hay algo atmosférico aquí, un espesor del aire. Aunque sabemos que hablan del tiempo cronológico, en todo el poema el paso del tiempo es climático, como las nubes que Val del Omar hace correr por el cielo de Granada en “Aguaespejo granadino” (1955). Esa apreciación meteorológica del tiempo cronológico está en Lorca y está en Morente. La importancia del poema la tiene la palabra, no hay una forma y un contenido pero en “tiempo” sí que tenemos ecología e historia ligadas consecuentemente. Estas cosas marcan una forma de estar en el mundo determinada. Un hombre o una mujer silenciosos, mirando al horizonte, pierden sus pensamientos en el tiempo y ese tiempo contiene dos tiempos a la vez. Hay cosas que no se pueden comprender si tienes “time” o “weather” para hablar de uno y otro “tiempo”. Cuando la misma palabra llama a los dos, obviamente, se está produciendo un entendimiento del mundo muy distinto. ∎

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