En su segundo concierto en esta edición del festival, Cap’n Jazz regresaron con el filo intacto. En Paral·lel 62 repitieron el setlist del Fòrum –menos “Tokyo”– y demostraron que pueden sonar más urgentes que nunca. Desde los primeros segundos, la energía fue bruta, desbordada. Tim Kinsella es un frontman único, de un magnetismo inmediato: bajó hasta el público, gritó sin contención y se lanzó al crowdsurfing desbarrado con la seguridad de quien sabe que nadie le va a dejar caer. El show fue impredecible –lleno de arranques falsos y errores que sumaron autenticidad–. Entre canciones, intentó abrirse: “He escrito nueve millones de notas de suicidio y siempre aparece la palabra dinero, puto capitalismo”, dijo, aunque sonó más a sarcasmo que a drama. La banda lo interrumpía justo cuando se ponía personal, arrancando a tocar sin previo aviso. “Fuck you guys”, soltó, riendo, descolocado. Su hermano Mike le dijo: “No te preocupes, has hecho un gran trabajo”. Bromeó con la edad media del grupo y la suya –“tengo cincuenta años, gente joven”– en un tono entre condescendiente y provocador. Fue una descarga vitalista, feroz y sin concesiones. Alucinantes. Jaime Casas
Desde el arranque con “Why”, su brutal crítica a la pobreza, hasta la conclusión con los riffs y batería inconfundibles de la cinemática “Dallas Beltway”, su viaje a la mente de un asesino, los de Oklahoma vomitaron diversos de los vástagos corruptos de su unión impía entre el noise rock y el groove-nu metal: piezas como “I Am Dog Now” o “Tropical Beaches Inc.” se encargaron de que La (2) de Apolo degenerara en vorágines humanas de violencia (mayormente) consensuada e intentos (mayormente) exitosos de stage dives. Pero no todo fue slam dancing desenfrenado: “Shame” y la ochentera “Pamela” brindaron oscuros ritmos post-punk, cuyos plúmbeos finales tuvieron a toda la sala headbangeando; algo que también lograron la maquinalidad rítmica y texturas épicas de la godfleshiana “Frownland”. Instrumentalmente, destacó el trabajo a la guitarra y los pedales de Luther Manhole, capaz de clavar en directo la rapidez técnica y estrambóticos fragmentos belewsianos de temas como “Masc” o “Funny Man”. Pero la estrella fue el mostachudo y descalzo cantante Raygun Busch, que ya en la segunda canción se había quitado su camisa hawaiana de piñas para poder realizar con más comodidad sus andares peripatéticos, danzas rocambolescas a lo autómata averiado-borracho, reacciones espasmódicas ante los golpes de la música, muecas teatrales y agresiones desquiciadas o guturales al micrófono (como en el deep cut sludgesco “Crawlspace”). De una forma un tanto aleatoria, el cinéfilo líder aprovechó los instantes entre canciones para ofrecer sus mini-reviews de películas rodadas en la Ciudad Condal: “Barcelona” (Whit Stillman), “[Rec]” (Jaume Balagueró), “Todo sobre mi madre” (Pedro Almodóvar) o “Biutiful” (Alejandro González Iñárritu) fueron algunas de las mencionadas ante la relativa confusión del público: también aplaudió el cine Phenomena y animó a los asistentes a vociferar “Free Palestine”. En resumen: sudor, carnaza, paranoia y latigazos de cuello. Xavier Gaillard
El cuarteto donostiarra ofreció en la sala Paral·lel 62 un concierto tan honesto como revitalizante, perfecto antídoto contra la modorra dominical. Llegaron agotados del viaje –“nos hemos despertado a las tres de la madrugada para venir a tocar aquí, y estamos encantados”, recordaron–, pero lo disimularon con una descarga enérgica, emotiva y llena de garra. Aunque aspiran al midwest emo, lo suyo suena más a un pop-punk emocional y limpio, más cerca de The Promise Ring que de Sunny Day Real Estate. Tocaron con ímpetu canciones como “La venganza de los Sith” y versionaron a un grupo catalán en un guiño al público local –“a ver si conocéis de quién es este ‘cover’”, soltaron con complicidad–. Ya se habían presentado en catalán al inicio del bolo, y abordaron “Vale por todo lo bueno”, versión del trío del Maresme Mourn. Lo más sorprendente: sus riffs de guitarra. Están tan bien planteados que, a ratos, parecen obra de Television, no de un grupo de popcore emocional. Suenan contundentes, creíbles. Cerraron con “Comic Sans”, el tema, como una firma que resume su propuesta: emoción urgente, ejecutada con convicción y genio. Jaime Casas
En disco, la propuesta de estos estadounidenses –una síntesis de guitarreo surfero, armonías vocales doo-wop, ritmos garageros, melodicismos y fraseos del pop de los cincuenta (sha-la-lás y toda la pesca) y tonos ensoñadores de jangle ochentero– resulta desde luego atmosférica y entrañable. Pero en directo deviene algo más especial: un guateque cargadísimo de dinamismo, en gran parte gracias al estamínico guitarrista Jason Balla. Poseído por el espíritu de Chuck Berry, no paró quieto ni un instante del bolo en La (2), la totalidad de su cuerpo emulando cada nota y cada acorde interpretado. El compás amable de “Lucky”, “Don’t Look Down” o “Bad Love” despertó nostálgicos bailoteos y pogos; mientras que las más sosegadas “Clear” o “Flood”, con sus interesantes fusiones entre las voces de Balla y la bajista Emily Kempf, aportaron una arrolladora dimensión emotiva. Claramente es un trío que se lo pasa la mar de bien tocando, un brío pegadizo que consiguen transmitir directamente al público. Xavier Gaillard
Aun lastrado por un sonido algo deficiente que hacía bola la ya de por sí arremolinada nebulosa que es su post-rock-punk, el proyecto del barcelonés afincado en Londres Guillem Peeters, Eterna, se presentó abriendo la última jornada del Primavera Sound y del Primavera a la Ciutat en la sala Apolo en formato cuarteto, para desplegar ese rock expansivo, onírico, melancólico y urbano que da forma a “wardrobe” (2023) y “Debunker” (2025). Caricias de ruido, mucha deuda con la herencia indie tanto británica como estadounidense de los noventa y una evidente modernidad desdibujada que solo es posible en las ciudades más opresivas, Eterna conectan a través de las corrientes digitales con bandas como La Plata, pero por momentos también son slacker, como unos Good Sad Happy Bad disfrazados de Pavement, o post-rockers emocionales como los mejores Moin. También hubo destellos más oblicuos extraídos de “Ants”, su último EP, recién estrenado. Diego Rubio
Hay algo magnéticamente puro y simple en la música de este trío femenino de Chicago, un pop guitarrero a rebosar de la-la-lás y uu-uu-uus, a medio camino entre el espíritu C86, el twee y el sonido de Dunedin; pero algunas de sus pequeñas gemas melódicas de estructura reiterada perdieron cierta gracia en directo, en parte debido a una ejecución demasiado maquinal-hierática y –¿quizá por los nervios o la fatiga?– una presencia escénica poco carismática, aunque hubo un momento dulce cuando, aprovechando un parón técnico, animaron a los asistentes de La (2) a recordar sus bolos preferidos de este Primavera Sound. Si bien piezas como “Where’d You Go?” o “Well I Know You're Shy” fueron competentemente interpretadas, el show ganó en los momentos que se permitieron dejar respirar sus marcos instrumentales: la mini-jam de rasgueos del final de “Sport Meets Sound” o el breve cambio de ritmo que cierra “Rock City” (ambos muy Feelies), la solemnidad paciente de “Judy” o el combo de batería trepidante y guitarreo afilado-ondeante de “Anti-Glory”. Xavier Gaillard
Aunque las contradicciones acompañan necesariamente a un festival de las características del Primavera Sound, que ya en sí mismo alberga un evento magnificado y gentrificado de proporciones gigantescas y otro mucho más atómico, dinámico, interesante y propositivo construido en torno a propuestas periféricas y subterráneas, quizá la mayor de ellas tuvo que ver siempre, en esta edición, con la posición de unos y otros participantes respecto al genocidio que Israel comete sobre la población gazatí, y del que es cómplice –y financiador– prácticamente todo Occidente. ¿Se puede seguir participando en eventos vinculados a marcas, por ejemplo, con lazos económicos con Israel? ¿Se puede disfrutar de verdad en un festival como si fuéramos complementamente ajenos a un exterminio? Para KNEECAP la respuesta es clara: usar la plataforma de la que cada cual disponga para expresarse, para alzar la voz. Y como ellos mismos recordaron: “Ser conscientes y dar las gracias por lo afortunados que somos de vivir sin miedo a ser bombardeados”, de poder celebrar la vida y la cultura junto a nuestros amigos. Los de Belfast asaltaron la sala Apolo –flanqueada por dos pancartas que rezaban “protestar no es terrorismo” en gaélico y en catalán– con un concierto que, en lo musical, tan solo se lleva los géneros raperos asociados al continuum hardcore británico a un terreno genuinamente irlandés vía energía desmedida, drogas y actitud punk, pero que sobre todo trasciende por su alto contenido político y su intención didáctica. Hubo crítica a Thatcher con un cántico de “Maggie is in the box”, y a la Corona Británica; una explicación de la ocupación de Irlanda por parte de Reino Unido. Y Cataluña e Irlanda se hermanaron en torno a un sentimiento independentista. Pero también la sombra de que muchos de los presentes –de hecho puede que la mayoría– ni eran catalanes ni eran irlandeses, y otros tantos directamente no entendían lo que estaban cantando y solo ostentaban jaleos y hooliganismo aprendidos del hype que la banda generó tras el éxito de su documental y su sonada actuación en Coachella. El deseo de una Palestina libre, en cualquier caso, sirvió para romper cualquier barrera en una ocasión que siempre tuvo más que ver con la capacidad que sigue teniendo la música para señalar las injusticias del mundo en que vivimos y para incitar a un cambio de las cosas que con la música en sí misma. A veces la circunstancia es más importante. Diego Rubio
El veterano septeto galés, artífice de las melodías de teclado más coreables del indie, compareció en el escenario de La (2), adornado con pancartas pro-Palestina y pro-trans, para defender su recién “All Hell” (2024): “A Psychic Wound” y “Holy Smoke” abrieron la veda de esta sesión de música extremadamente emo a la vez que sardónica, siendo coreadas por el público y codeándose sin problema con clásicos enérgicos como “Knee Deep At ATP” o “Romance Is Boring”. “¿Alguien más se siente totalmente roto y emocionalmente destruido?”, preguntó retóricamente Gareth Paisey, que se reafirmó como uno de esos cantantes que vierte todo su corazón en cada una de las letras que pronuncia, ya fuera en piezas de baile como “Avocado Baby” o baladas de crescendo épico como “Feast Of Tongues” y la marítima cocción a fuego lento “The Sea Is A Good Place To Think Of The Future”. Remató la performance bajándose entre los asistentes con el pie del micrófono y una pandereta para el apoteósico final de “You! Me! Dancing!”. La banda quizá no logró recrear con absoluta lealtad el tupido tráfico de detalles de sus canciones, pero la indiscutible energía se encargó de que eso fuera irrelevante. Xavier Gaillard
En La Nau, bajo los focos sucios y la acústica áspera que tanto favorece al ruido con alma, Momma soltaron un bolo directo al estómago. Allegra y Etta, hermanas de distorsión criadas entre Los Ángeles y Nueva York, tocaron como si acabaran de salir de una peli de Gregg Araki: confusas, sexis, cabreadas y vivas. “Medicine” fue la primera bofetada y de ahí todo rodó cuesta abajo: “Ohio All The Time” sonó a diario íntimo con feedback, “Motorbike” fue puro deseo mal canalizado y “Speeding 72” cerró como un coche sin frenos en la autopista. Nada de revival, esto fue indie rock hecho con tripas, guitarras ruidosas y cero miedo al descontrol. Salimos con zumbido en los oídos y ganas de romper algo. Laia Marsal
Desde Seúl, el trío coreano Sailor Honeymoon irrumpe en la escena punk con ruido, humor y espíritu do it yourself. Formadas en 2022 por Abi Raymaker, Zaeeun Shin y Jang Inhwa, su música nace de la amistad y del deseo de escapar a la perfección artificial del pop coreano. Aunque tienen conexiones internacionales, Raymaker creció en Estados Unidos y su sello tiene vínculos con Londres. Las tres viven y crean en Corea del Sur. Su identidad como banda se forja en la resistencia: cuestionan desde dentro las normas culturales de una industria que intenta borrar lo humano. En La Nau ofrecieron un directo salvaje y lúdico: “PMS Police” y “Cockroach” fueron puro grito y distorsión, mientras “Tired Angels” e “In Dreams” mostraron una intensidad más envolvente. Dibujan un gato en su setlist, símbolo de irreverencia, y escriben “Chaddar”, un chiste interno con sabor a queso. Así es su punk: feroz, absurdo y profundamente libre. Laia Marsal
Innovar en la música no es tarea fácil, pero estos tres colegas bilbaínos se lo han propuesto como objetivo, y aunque es un proyecto en proceso de evolución, es un batiburrillo que funciona: su directo multinstrumental en La (2) de Apolo nos recordó el jazz-rock experimental de Last Exit, el math rock con saxo de Sweep The Leg Johnny, el dance-punk mutante de James Chance, el guasón prog con tecladillos de los Cardiacs y mucho más. Empezaron contundentes con “DJDJ” antes de relajar el ambiente con “Hernani 3”, un paisaje amorfo de bajo tierno y lírica melódica soplada. También hubo momentos para el baile y el balanceo lateral (los beats programados y synths siderales de “Herriko Plaza”, o la clausura “Máquina de humo”, con invitada vocal femenina), aunque sin duda el plato fuerte fue la pegadiza “Año 2000”: griterío a lo Beastie Boys, precisión a la batería, saxo explosivo y barridos ebrios de pianillo. Una banda refrescante cuyos siguientes pasos seguiremos con atención. Xavier Gaillard