o estaba escrito que Will Oldham (Louisville, Kentucky, 1970) se dedicara a la música. Desde muy joven se consagró a la interpretación y no le iba nada mal. Apareció en producciones locales, en películas para televisión y hasta en largometrajes protagonizados por estrellas de Hollywood como Bo Hopkins, James Earl Jones y Mary McDonnell. A los 20 años, sin embargo, perdió la ilusión por el cine y sus amigos tuvieron que convencerlo de que grabara las dos o tres canciones que había escrito y que siguiera componiendo. “¡Es cierto! Fue cosa de ellos. Yo no me lo había planteado ni creía que fuera posible”, reconoce ahora a Rockdelux.
Entre ellos estaban los miembros de Slint, que incluso quisieron ficharlo para su banda, pero parecía no querer involucrarse en la escena de manera activa. Como seguía tocando la guitarra por su cuenta y al parecer lo que hacía era precioso, tuvieron que insistirle y ponérselo en bandeja: “Es verdad que nadie en Louisville hacía canciones como las que yo empecé a componer para mí, sin pensar en nada. Como mucho se las tocaba a mis colegas. En esa época me fui a vivir a Bloomington con uno de mis mejores amigos, Todd Brashear, el bajista de Slint, que estudiaba producción y sonido en la Universidad de Indiana. Un día me llamó y me dijo: ‘Oye, me han dejado gratis un estudio de grabación de 16 pistas con una cinta magnética de 2 pulgadas. ¿Qué pasa con esas canciones? Vente’. Al final accedí. Desde Louisville vinieron también David Pajo y Britt Walford. Lo grabamos todo en una sesión”, recuerda.
Otro amigo le envió aquella cinta a Dan Koretzky, que se quedó tan fascinado con su voz que decidió empezar a publicar sus trabajos en 1993. Oldham, sin embargo, seguía igual de terco. Durante años se comportó como una avestruz con la cabeza metida en la arena, para desesperación del capo y cofundador del sello Drag City, que quería darlo a conocer y vender algunas copias. Sin embargo, el músico no solo no ayudaba, sino que boicoteaba cualquier intentó de promoción: se quitaba como compositor de las canciones, no daba apenas información en los libretos, se negaba a salir de gira y actuar en festivales y cambiaba de nombre en cada álbum para despistar a la potencial audiencia: Palace Flophouse, Palace Brothers, Palace Music, Palace Songs, Palace…
Y, por supuesto, rara vez concedía entrevistas, dejando claro en las pocas que aceptaba que las odiaba: “Es que no tienen nada que ver con la música. Por lo general es gente que te hace un montón de preguntas extrañas como: ‘¿Por qué son tan lentas las canciones?’. Bueno, a lo mejor porque lo son. Porque las tocamos así. Porque las compuse a un ritmo menos rápido. Siempre es por qué, por qué, por qué a todo. Y la respuesta a ese ‘por qué’ es porque las cosas son así y punto”, sentenciaba en 2002 al diario británico ‘The Observer’.
A pesar de ello, sus cuatro primeros álbumes atrajeron la atención del público y la crítica, pero él volvió a perder el interés, hasta el punto de que rechazó grabar un disco con Dirty Three, el proyecto paralelo del hoy lugarteniente de Nick Cave en los Bad Seeds, Warren Ellis. Se deshizo del nombre de Palace y publicó “Joya” (Drag City, 1997), una reelaboración de sus viejas canciones, esta vez bajo su nombre real, pero pasó desapercibido. Fue al año siguiente cuando creó el seudónimo de Bonnie Prince Billy con el que ha grabado desde entonces y con el cual viene a presentar este 11 de noviembre, en el Teatro Eslava de Madrid, su disco “The Purple Bird” (No Quarter-Domino-Music As Usual, 2025). Será su única fecha en España.
“En realidad, creo que siempre fui bastante introvertido”, asegura cuando le pregunto por uno de esos “por qué” que tanto aborrecía antaño. ¿Por qué crees que haces esta música tan melancólica y triste si de joven todos tus amigos estaban metidos en bandas de rock experimental como Slint, Rodan o June Of 44? Ahora responde sin escatimar en palabras: “Durante la adolescencia me dediqué en cuerpo y alma al teatro, pero todos mis amigos hacían música. Yo empecé a tocar y componer más tarde, en una época en la que viajaba y pasaba mucho tiempo solo. Trabajaba las canciones en solitario, por mi cuenta. Supongo que tiene que ver con eso. De hecho, tardé en presentarlas a mis amigos y con el tiempo, cuando finalmente las grabamos, me di cuenta de que no las disfrutaba del todo. Poco a poco empecé a buscar a otras personas para que tocaran conmigo, pero seguía trabajando en ellas por mi cuenta durante horas y horas cada día”.
En la videollamada de casi una hora que mantengo desde Madrid con su casa-estudio de Louisville, Oldham ya no parece aquel tipo enfurruñado de antaño, el artista escurridizo, desconcertante y huraño que contestaba con monosílabos, si es que contestaba. Ahora sonríe, me pide disculpas por haber pospuesto la entrevista un día, habla de su pasión por el flamenco, me enseña con orgullo una fotografía que tiene colgada a su izquierda –“es June Tabor, una cantante de folk británica muy importante para mí; la adoro”–, critica la deriva de algunas grandes figuras del punk y del rock y se explaya con gusto en sus respuestas.
“Lo cierto es que me encanta conversar, pero las entrevistas suelen tener que ver con la promoción del último álbum. Entiendo que eso sea interesante para los periodistas, pero a mí me dejan un poco deprimido. Piensa que me tiro un año y medio escribiendo las canciones, luego está la grabación, que es muy intensa, y sin apenas descanso tengo que contestar una entrevista tras otra sobre ese mismo proceso con preguntas que, por lo general, no tienen nada que ver con lo que para mí es la esencia del álbum. Yo lo vivo como un camino largo e íntimo sobre el que es difícil generalizar. No es divertido, por eso me gustan las conversaciones como esta en la que no hablamos de cosas específicas y se desarrollan orgánicamente”, justifica.
A sus 55 años, se ha convertido en un cabeza de familia feliz que tuvo que volver a Louisville tras unos años deambulando por Estados Unidos. Después de su etapa en Bloomington, se fue a vivir con su hermano mayor a Baltimore y, a continuación, se mudó a Alabama, Iowa y California. En este último destino estuvo a punto de comprarse una casa, pero su padre murió repentinamente por un infarto y tuvo que regresar a la ciudad en la que había crecido para cuidar de su madre, Joanne, que había empezado a desarrollar síntomas de alzhéimer. Tras una vida muy activa como profesora y artista, ahora demandaba la atención de su hijo. Falleció en 2020, poco antes de la pandemia, y Oldham le escribió la canción “Rise And Rule (She Was Born In Honolulu)”.
“Cuando volví a Louisville me di cuenta de que seguía siendo un lugar emocionante, pero es cierto que mis amigos y yo teníamos la mente muy abierta y nos involucramos muy jóvenes en todo tipo de actividades creativas, sobre todo musicales. Por eso salieron bandas tan diferentes como Slint y Palace. Pronto rechazamos la industria musical dominante de Estados Unidos y Europa Occidental. Los grandes sellos se estaban convirtiendo en algo... no sé... alimentado por la cocaína, deshumanizado en el sentido musical y creativo. Sin embargo, la escena independiente de los años ochenta en la que crecí era intensa, experimental y muy cercana. Louisville, por otro lado, era una ciudad mediana y las bandas no se morían por venir a tocar aquí, así que teníamos que hacerlo nosotros. Además, se benefició del apoyo gubernamental a las artes entre los años cuarenta y setenta, por lo que nuestros padres nos animaban a experimentar con la música. En otras ciudades te decían ‘¡Oh, estás en un grupo! Seguro que te drogas’. En Louisville era ‘si estás haciendo música, no me importa dónde estés. Ten cuidado y llama cuando vuelvas’”, recuerda sobre su adolescencia.
Toda esa experimentación convirtió a Will Oldman en un músico difícil de etiquetar desde los inicios de su carrera. Por ejemplo, algunos críticos metían a Palace en todo aquel movimiento lo-fi identificado con Sebadoh, Daniel Johnston, Guided By Voices y Smog, el alias en el que antaño se escondía su compañero de sello Bill Callahan. Otros lo definían como un cantautor de country alternativo y, en ocasiones, como el precursor de la escena freak folk, que vete tú a saber lo que significaba. A día de hoy, su música sigue siendo escurridiza, pues sigue transitando entre el rock, el pop, el bluegrass, el folk, el country, la música étnica y hasta la música psicodélica hecha con sintetizadores, como la que compuso para el álbum “Epic Jammers And Fortunate Little Ditties” (Drag City, 2016) realizado junto al grupo Bitchin Bajas.
Es solo una asociación reciente, porque a lo largo de su vida ha colaborado con decenas de músicos, algunos tan alejados de su mundo como Tortoise, con quienes grabó el álbum “The Brave And The Bold” (Overcoat-Domino, 2006). Además, de una gira a otra suele cambiar sus viejas canciones. Incluso de una noche a otra, creando un universo con el que ha acumulado una legión de seguidores infinitamente mayor de lo que se presupone para el tamaño de las salas en que actúa. En algunos casos son tan ilustres como PJ Harvey y Nick Cave, que lo citan como una de sus principales influencias. O Björk, que incluyó en “Vespertine” (2001) una canción que hablaba sobre él: “Harm Of Will”. Y Johnny Cash, que grabó una versión de “I See A Darkness” en “American III: Solitary Man” (2000) y le pidió, por favor, que hiciera los coros.
A pesar de su reconocimiento actual, Oldham sigue siendo un artista evasivo tras más de tres décadas de carrera en los que ha publicado 31 discos, 34 EPs, 73 sencillos y siete álbumes en directo. Una producción ingente para un actor que no quería dedicarse a la música, pero que ha logrado cierta estabilidad con ella: “Bueno, estabilidad… mmmm… Tengo 55 años y todavía viajo y ofrezco conciertos con los que puedo ganarme la vida. Por supuesto, fantaseo con tener un gran éxito algún día para poder relajarme y escribir música sin tener que viajar por necesidad. Por eso no lo llamaría estabilidad. Con el cambio del formato físico al digital, la economía se dio totalmente la vuelta. Durante un tiempo pensé que si trabajaba duro en escribir mejores canciones y grabarlas, conseguiría algo parecido a la estabilidad, pero me equivoqué, porque las plataformas de ‘streaming’ no pagan casi nada y la música en vivo sí. No obstante, estoy envejeciendo y tengo un hijo pequeño, por lo que eso también es un desafío. Así que no, no es estabilidad exactamente”.
Teniendo en cuenta esto, ¿intentas controlar las entradas de tus conciertos? Te lo digo porque hace un mes Patti Smith actuó en Madrid y las más baratas, sin apenas visibilidad, costaban 70 euros. La más cara, 225. Y las de Radiohead, 97 euros. Da la sensación de que la cultura no está al alcance de todos…
Intento escuchar las quejas del público al respecto y, probablemente, debería hacer más. En mi caso, reviso cada sala en la que actúo. En Madrid, por ejemplo, barajamos seis o siete, pero básicamente confío en mis agentes de contratación y los promotores. Sé que es lo mismo que diría Radiohead, pero ellos mentirían un poco, porque solo intentan mantener un nivel de vida que, tal vez, es mayor del que merecen. Y eso que los precios en España son minúsculos en comparación con los de Estados Unidos. Si consiguieras una entrada para Radiohead en Louisville por 120 dólares, serías muy afortunado. Aquí la gente paga 150, 300 o 500, lo que significa que mucha gente no puede ir. Pero sí, intento prestar atención a los precios, porque quiero estar en una sala llena de personas que pagan menos de 100 dólares (las entradas de Bonnie Prince Billy para el Teatro Eslava cuestan 28 euros), porque están más comprometidos, es más divertido y el intercambio de energía entre el público y el intérprete es mejor.
¿No son esos precios una contradicción en una música aparentemente popular como el rock?
No lo sé. Quiero decir, Patti Smith puede que sea la reina del punk, pero alguien como Bruce Springsteen es todo humo y espejos. Todo espectáculo. Ninguna de estas estrellas del rock son realmente lo que aparentan. Son una marca, como Charlie Chaplin, que ganaba millones de dólares vestido de vagabundo. Es lo mismo que hacen Patti Smith o Bruce Springsteen. Fingen ser bohemios y de clase trabajadora. Springsteen, por supuesto, tiene cientos de millones de dólares. Patti Smith no sé cuánto dinero tiene, pero habla de “revolución” y luego sus entradas son caras. ∎
En “Old Joy”, de Kelly Reichardt, en 2006.
En “New Jerusalem”, de Rick Alverson, en 2011.Will Oldham quiso ser Gene Kelly desde que vio por primera vez “Cantando bajo la lluvia” (Gene Kelly y Stanley Donen, 1952). Se apuntó a la escuela del teatro Walden, en Louisville, la misma en la que después estudió y debutó Jennifer Lawrence. Todo iba bien hasta que llegó aquel primer desencanto y la música se cruzó en su camino. “La verdad es que la interpretación me ayudó mucho cuando empecé a dar conciertos, sobre todo a usar la voz y el cuerpo y a abordar las letras de mis canciones. Aun así, me llevó tiempo dejar de sentir miedo sobre el escenario. Se debía a que las letras las había escrito yo, mientras que en mis trabajos como actor era más fácil enfocarme en el texto porque lo había escrito otro. Mirar hacia dentro era más incómodo e intimidante frente a una audiencia”, explica.
Oldham estuvo alejado del cine hasta 1999, cuando ya había publicado seis discos. La directora Kelly Reichardt –que acaba de estrenar en España “The Mastermind”– le ofreció un papel en el cortometraje “Ode”. Desde entonces, ha participado en otras catorce películas, algunas con directores como Paolo Sorrentino y al lado de estrellas como Sean Penn, Frances McDormand, Rooney Mara y Casey Affleck, casi siempre en papeles secundarios. “Con el tiempo –añade– me distancié de las letras, como si fueran una obra de teatro que ya existía antes y mi trabajo consistiera en interpretarla, sabiendo que la audiencia está de mi lado. He aprendido que el público quiere que tenga éxito en las actuaciones, porque así él también tiene la oportunidad de trascender, que es lo que buscamos en nuestras experiencias musicales”.
A pesar de haber dedicado casi toda su vida al cine, el teatro y la música, Oldham también evitó durante años referirse a él como “artista”, un pequeño complejo que arrastraba desde la infancia: “Así es, porque mi madre tenía fuertes inclinaciones artísticas, pero las mantenía para sí sola dentro de casa. No parecía una forma aceptable de ganarse la vida, aunque ella hubiera podido. Además, cuando yo era joven, uno podía ir a una escuela de arte y estudiar escultura o pintura, o a un conservatorio a estudiar música clásica, pero en la música que hacíamos en mi círculo de amigos, la música underground, no había una autoridad que te dijera que estaba bien ni podías obtener un título. Seguía siendo un comportamiento discordante y nos parecía raro”. ∎