A finales de abril, la organización de Cala Mijas –la promotora Last Tour, con sobrada experiencia en el sector y responsable de festivales como Bilbao BBK Live o Azkena Rock– anunciaba la cancelación del festival por impagos y otros incumplimientos de las condiciones del contrato por parte del ayuntamiento de la localidad malagueña. Con el cartel en su mayoría configurado, y habiendo ofrecido ya dos fechas a los artistas más grandes –que repiten en Kalorama Lisboa el mismo fin de semana–, la opción más lógica pasaba por tratar de reubicarlo, y de aquellas aguas surgió la celebración de un Kalorama en Madrid.
Entre el caótico contexto previo, la lluvia y lo atropellado de una edición en la que han faltado desde el principio tanto aciertos de cálculo por parte de la organización como rapidez de reacción y respuesta, todo podía haber terminado dándole la razón al meme de Kalodrama que circulaba en redes sociales durante las semanas previas. Pero al final, y quizá sorprendentemente, Kalorama fue bien, con un aforo algo deslucido en la primera jornada, correcto en la segunda y ligeramente sobrepasado en la tercera, salvando los muebles y dejando la puerta abierta a una segunda edición. El recinto funciona, está bien comunicado y es más versátil de lo que parece. Los escenarios suenan bien. Y el cartel cumple con artistas en general vistos pero todavía interesantes. Al final la primera edición de Kalorama en Madrid fue, en cierto modo, lo que sucedió entre los conciertos de LCD Soundsystem y Jungle. Y eso está bien: no siempre hay por qué proponer y vivir en la vanguardia. A veces es necesario simplemente disfrutar un poco de lo bueno conocido, refugiarse en la nostalgia y en las zonas de confort.
Con toda la polémica que había rodeado a la primera edición de Kalorama Madrid durante las semanas previas a su realización –la incapacidad para encontrar un sustituto a la altura tras la cancelación de The Smile por la enfermedad de Jonny Greenwood, la promo de última hora que lanzó una tiquetera con abonos a la mitad del precio original de salida, cierta falta de comunicación por parte de la organización– y empezando el festival con el jarro de agua fría de la cancelación de Fever Ray, muchas cosas parecían irremontables en el que era el primer desembarco del festival portugués en la capital española, un apaño de última hora por parte de Last Tour para salvar los muebles tras la cancelación definitiva de Cala Mijas, que compartía el grueso de la programación con la matriz lisboeta.
Pero lo cierto es que, en la práctica, la jornada fue cogiendo color poco a poco, pese al bochorno que se mezclaba con lloviznas, a base de tirar hilo tras hilo de nostalgia indie dosmilera, con especial atención a una vertiente más trónica. Hilos que, de un modo u otro, más lejos y más cerca, convergieron en la apoteosis rítmica de LCD Soundsystem. Su concierto clausurando la primera jornada de Kalorama desde el escenario principal dejaba claras varias cosas: primero, que los de James Murphy son infalibles, un máquina de baile siempre engrasada a la perfección; segundo, lo importantes que fueron para aquello que se llamó indietrónica; tercero, que no es fácil tener en Madrid un festival con cabezas como este –LCD no tocaban en el erial festivalero que es Madrid desde el Summercase de 2007–, y, cuarto, que un DCode pro es algo que nos gustaría ver volver a repetirse. Quizá también una quinta: no esperes sorpresas ni cualquier atisbo de actualización en una banda que hace ya tiempo que puso, para bien o para mal, el piloto automático. Uno como hay pocos, de acuerdo, pero uno al fin y al cabo.
The Postal Service –con una brillante Jenny Lewis– se mostraron mucho más rutilantes, confirmados como los verdaderos headliners de esta particular gira de aniversario. ¿Está reconociendo Gibbard que, pese a ser quizá más desconocidos, más underground, el tiempo ha demostrado que el impacto cultural de The Postal Service es superior al de Death Cab For Cutie? Canciones como “Such Great Heights”, “The District Sleeps Alone Tonight” o “We Will Become Silhouettes” le dan la razón. Dieron, especialmente The Postal Service, uno de los mejores conciertos del festival.
Cero previsiones de lluvia, un cartel compensado con la adición de última hora de Judeline en sustitución de Fever Ray, un horario más nocturno para Yves Tumor y muchas ganas entre el público –en general, mayor; camisetas y cosplays por doquier– de ver a The Prodigy. Todo esto, sumado a la en general buena marcha de la primera jornada, hacía que el viernes de Kalorama Madrid, pese a una programación más floja, arrancase con más cosas de cara que en contra. Pero en esta ciudad nunca puede confiarse uno, más cuando entra en la ecuación la palabra “festival”. Porque todo iba relativamente bien hasta que decidió caer la mundial y empezó a ir relativamente mal.
La jornada había empezado tranquila con la actuación de Judeline. La gaditana vino un poco con lo puesto por la urgencia de todo el tema, pero no necesita coristas, bailarinas, quads, puertas ni visuales para seducir con los temas que formarán parte de su inminente –y esperadísimo– primer disco, “mangata” o “INRI” incluidos.
Lo contrario le sucede a Yves Tumor: esquivando perpetuamente el hit, su cancionero seguramente será reivindicado con pasión dentro de algunos años, pero de momento sigue performando hoy su vanguardista “parodia” de rockstar para solo unos pocos, sin renunciar a una expansividad de estadios que en cierto modo se lee totalmente irónica. Es, en cierto modo, la hoja de doble filo de un espectáculo que ha ido mejorando con el transcurso de la gira, reubicando elementos y renunciando a momentos más experimentales que funcionaban a medias, pero al que le sigue faltando algo para alcanzar el impacto sónico de la versión de estudio.
Hacia el final del concierto del norteamericano, sonaba “Operator”, unas gotas empezaron a caer con insistencia. En pocos segundos, y mientras los más precavidos ya empezaban a abandonar la pista en busca de refugio, la insistencia se tornó torrencial y el viento empezó a azotar con fuerza al Kalorama. Lo siguiente, en un abrir y cerrar de ojos, fue el diluvio universal.
La banda de Tumor abandonaba el escenario, y el concierto de RAYE en el escenario principal quedaba cancelado. Sin una estructura bajo la que resguardarse –pese a las decenas de naves gigantescas que conforman la Feria de Madrid–, IFEMA se convirtió en una piscina: unos huían al metro, otros corrían o intentaban construirse fuertes con las tapas de los cubos de basura, incluso vi a alguien escurrirse bajo una de las plataformas habilitadas para las personas con movilidad reducida. Nosotros decidimos –calados hasta los huesos pero especialmente los calcetines y la ropa interior– salir del recinto y resguardarnos bajo un puente cercano hasta que amainó y la organización empezó a dar noticias. Se había habilitado el pabellón 3, gigantesco y suficiente para todos los asistentes, pero quizá demasiado tarde.
Pasado lo peor, el festival pudo reanudar la actividad con una actuación reducida de Overmono, algo ajustada por los retrasos generales –estuvieron bien, como siempre, pero cada vez más fredagainizados y abandonados a su bis comercial y emocional– y con el esperado cierre de The Prodigy. Empezaron, además, con toda la artillería por delante –“Breathe”, “Firestarter”, “Voodoo People”–, muy frenéticos y electrificados, pero la realidad cae por su propio peso: los británicos llevan más de diez años en una vertiente mucho más rockera y metalera que electrónica, algo que ya se le afeaba a Pendulum mucho antes, y parecen una parodia de sí mismos y de sus mejores días. Muchos gritos, energía y temazos, e incluso revisiones de sus propios éxitos –aunque casi todas desacertadas: prácticamente irreconocible, para mal, una climática “Smack My Bitch Up”–, pero también una sensación general de cacofonía descontrolada. Imagino que ante la necesidad de alargar que les impuso la cancelación de Soulwax terminaron embarrados en bucles repetitivos, mientras Maxim Reality la liaba desde la grada VIP.
Y obviamente la razón también hay que buscarla en la programación, más completa y abultada en esta última tanda, con mayor capacidad de convocatoria de público. En primer lugar porque estaba Sam Smith, claro, una popstar con un buen manojo de canciones en las emisoras de radio: el británico calcó su show de Mad Cool 2023, ese tránsito de lo sagrado a lo profano que supone un canto de cisne al empoderamiento personal con versión de “I Feel Love” incluida, pero al menos ha rebrandeado los blancos y dorados de “Gloria” con los cueros negros de “The Blackout”, todo lujuria y todo Vivianne Westwood, y no ha pérdido ni un ápice de su capacidad de sorpresa y provocación. Echamos de menos a Aitana –que acaba de lanzar con él una versión de “Like I Can”–, pero supongo que no se puede tener todo en esta vida.
Además, cada visita de Massive Attack a nuestro país tiene algo de pequeño acontecimiento, y allí congregaron a la mayor cantidad de público de todo el festival. Sí, al final tocaron –había miedo entre el festivalero madrileño después del trauma de Mad Cool 2018– y dieron un grandísimo concierto pese a que el setlist, demasiado apegado todavía a la celebración del vigésimo aniversario de “Mezzanine” (1998) –que es su trabajo más famoso pero no su mejor trabajo– y obviando casi por completo “Blue Lines” (1991) y “Protection” (1994), optara por reforzar su parte más evocadora, emocional y cinematográfica. Acompañados del cantante roots jamaicano Horace Andy, de Young Fathers y de Elizabeth Fraser de Cocteau Twins, los de Bristol incluyen también una versión del “Song To The Siren” de Tim Buckley y encierran su concierto entre disparos del “Levels” de Avicii, como marcando el inicio y final de una pesadilla que quizá también ironiza sobre la industria musical misma: el sueño de Massive Attack.
Por encima de todo, incluso de sus hits, está la intención explícitamente política del concierto, concentrada más que en proclamas en unos visuales totalmente irónicos –por momentos crudos, por momentos desternillantes– creados por Adam Curtis. Estos repasaban en clave de humor todas las teorías de la conspiración que han alimentado internet durante los últimos años –y más allá, mucho antes de internet–, pero también se ponían serios para hablar de algunos de los grandes problemas que corrompen el mundo a día de hoy, desde el genocidio en Gaza por parte de Israel con la connivencia y apoyo económico de Estados Unidos –bandera de Palestina incluida– o la guerra de Putin contra Ucrania a la crisis climática. A veces costaba un poco pillar las gracias y los dobles sentidos, pero no hay que olvidar que Massive Attack, anticapitalistas convencidos, son también los favoritos de los anuncios de colonias
El broche final al festival lo puso la DJ surcoreana Peggy Gou, otra que también es muy buena en lo suyo. Conoce al público español a la perfección, sabe que es fácil triunfar con facilidad con una mezcla no muy peleona de house y de techno –a veces es deep, a veces es tech– y hasta se sabe lo de “maremoto” y lo de “tócate, dale tócate” de la por otro lado magistral “Lobster Telephone” –ese bajo–. Y así cumple, divirtiendo, que no es poco. Como DJ, es más interesante cuando se pone más acid y cuando juega con sonidos de sintetizador. Como artista, sin embargo, lo mejor es la cara de satisfacción que pone cuando suelta “(It Goes Like) Nanana”: es la cara de alguien que sabe que lo ha conseguido.
La jovencísima Olivia Dean, por la tarde, completó con bastante soltura y un soul correctísimo pero a la vez demasiado blanco la facción femenina del festival desde el mismo escenario, mientras LaFrancesssa soltaba en la carpa ritmos deconstruidos y aullidos experimentales durante la fiesta del colectivo Mareo. Habrá que ir perfeccionando los contrastes. Pero en general muchas cosas a salvar de una primera edición de Kalorama que vivimos, al menos, con esperanza. ∎