Que La Élite tocaran el sábado por la noche en la explanada principal, abierta como es habitual, y Kelly Lee Owens en el pabellón cerrado –novedad este año en la que es la segunda edición de Tomavistas celebrada en la Caja Mágica– ante un aluvión de público que pudo haber recordado a los dramas vividos en aquella ya lejana –2016– primera edición de Mad Cool debe decir mucho del reenfoque con que la organización está enfrentando estas nuevas iteraciones: Tomavistas está apostando por propuestas que a priori sean más “masivas” para sus escenarios y horas principales, y por eso Kiasmos se plantean como el artista “obligatorio” –sin coincidencias más allá de la hora de la cena o la final de la Champions– por encima de unos Mogwai que, para el nuevo público que forma el festival, bastante híbrido generacionalmente, son realmente “de nicho” porque su sonido a día de hoy lo es, más desde luego que una electrónica pensada para el placer colectivo.
También por artistas nacionales, consciente de que existe un público cada vez más amplio que antepone las filias locales y la proximidad al canon anglo, y de que ese es en gran parte su público. El de Amaia fue uno de los conciertos más multitudinarios de todo el festival, y las presentaciones de Karavana o Parquesvr en el pabellón seguramente superaron en asistencia a las de Doves o Bombay Bicycle Club, respectivamente, del mismo modo que una nada desdeñable cantidad de asistentes prefirió a Camellos antes que a Mogwai. Es el signo de los tiempos, y quizá Tomavistas ha entendido, como muchos otros festivales de Madrid, que es mejor centrarse en dar pábulo a la nostalgia mientras se encuentran nuevas fórmulas. El mayor problema es que todo eso solo puede darse en detrimento del riesgo, de la novedad, y es ahí donde Tomavistas cojea en 2025 profundamente.
El Tomavistas 2025 arrancaba con temperaturas extremas, convertido el sol en el verdadero protagonista de las primeras horas de la tarde. Pero eso no impidió que se viviera una jornada tranquila, con buen ambiente aunque algo deslucida en cuanto a asistencia –5000 personas según la organización–, excepto en el momento de mayor expectación de la jornada, el concierto de Amaia. La pamplonica salió al escenario principal pasadas las diez de la noche con una versión reducida del show que ya pudimos ver en Madrid y Barcelona en febrero, y con el que está presentando “Si cierro los ojos no es real” (2025), su tercer disco de estudio. Centrada sobre todo en las canciones de este, deja grandes momentos como “M.A.P.S.” o “Nanai” junto a una banda versátil de cinco multinstrumentistas que van cambiando entre violines y violas, sintetizadores, percusiones y guitarras, y se enfrenta a su propio tour de force cambiando constantemente de registros y hasta arrancándose a bailar una bachata –“Auxiliar”–, pero falta algo de concreción, pues Amaia parece querer abarcar demasiado. En un momento silencia al personal para interpretar “Ya está” encaramada al arpa, en otro intenta bailar, en otro se engancha al piano, y su delicioso clasicismo pasa por todo demasiado rápido, como haciendo scroll. En cualquier caso, lo que ha conseguido es digno de admiración: ¿gente de 20 años entendiendo que el pop puede ser radical y propositivo, que puede ser raro, y coreando al unísono “Santos que yo te pinte” de Los Planetas?, ¿una versión de Papá Levante en clave de folclorismo impresionista?, ¿su naturalidad para enfrentar la vida y exponer cómo su garganta enfrenta las notas?
Amaia puso la guinda de una jornada protagonizada casi exclusivamente por las mujeres, que coparon la programación a excepción de pablopablo –que presentó su íntimo álbum de debut, “Canciones en Mi” (2025), en formato trío y en un contexto bastante anticlimático– y de Barry B, encargado de abrir la jornada en la explanada central de Tomavistas como un eslabón perdido entre Estopa, Carlangas, Carolina Durante y la escena urbana: el de Aranda presentó una nueva canción y dejó uno de los momentos más emotivos de la jornada interpretando “El lago de mi pena” junto a su pareja, la también cantante Gara Durán; Ralphie Choo, que sí apareció en el escenario junto a pablopablo para hacer “Eso que tú llamas amor”, no salió para “Rookies”.
Todas, además, salieron relativamente triunfadoras: María José Llergo aguantó el calor implacable de la tarde como la que más, con su sonrisa, su simpatía, su empatía, su luz. Sin sorpresas en su show, que le sigue sirviendo para desplegar el grueso de “ULTRABELLEZA” (2023), la cordobesa no las necesita, pues tiene una voz prodigiosa, de seda, y dio el concierto seguramente más canónicamente excelso de la jornada, puro control, puro balance en el repertorio, comenzando por los ritmos más expansivos y acalorándose al final, reforzando el componente electrónico de su propuesta y su deuda con los bajos ingleses. Lo mismo podría decirse de Judeline en coordenadas diferentes y, en su caso, más nocturnas, despidiendo al sol con el embrujo de “Bodhiria”; mientras, en el escenario cerrado, Ganges se desenvolvía en su versión más elaborada hasta la fecha como un hada electrónica, vestida de gasa y exprimiendo al máximo su Korg acompañada de otra teclista y batería, entregada completamente a las sonoridades niponas, recordando a la última Marta Movidas por momentos y desenvolviendo los temas de “SORA” (2024), que en directo se termina de confirmar como el mejor trabajo de la cántabra.
La Mala Rodríguez, pese a que el prometido 25º aniversario de “Lujo ibérico” (2000) se quedara más bien en excusa y no sonaran ni todos los temas ni en orden, y pese a que la espantada de público fuera generalizada, supo demostrar en fin un poderío que se le presupone, pero que es complejo mantener en el escenario superadas las cuatro décadas en un género tan edadista como es el rap: tiene voz y tiene actitud, y tiene canciones poderosas e inolvidables que no parecen haber calado tanto entre las nuevas generaciones como “La niña” o “Tengo un trato”. Aunque también tiene unas maneras altivas derivadas seguramente de una vida con las uñas sacadas.
Caribou fue el indiscutible triunfador del segundo día, y quizá de todo el festival. Su show, clausurando la noche desde el escenario principal, no es en 2025 una sorpresa, más bien una zona de confort, casa, pero la calidad de la formación de multinstrumentistas, siempre juntitos, intrincando sintetizadores y ritmos, pasó por encima de la media general de actuaciones. El canadiense presentó las canciones de “Honey” (2024), que llevan en general su propuesta a territorios más eufóricos, pero dejando que fueran sus temas más legendarios los que marcaran el desarrollo: desde un arranque en clave house que culminó con una celebradísima “Odessa” hasta las frecuencias diluidas y gravísimas de una impresionante sección final rematada por ese himno de la conexión entre personas que es “Can’t Do Without You”, pasando por un breve trayecto techno y varias jams de percusiones –incluida, claro, la del interludio de “Sun”, un momento que es casi signatura de los conciertos de Caribou–, el cuarteto dejó su paso por Tomavistas –casi diez años después de aquella recordada actuación en la primera edición del Mad Cool, desbordando entonces el aforo del pabellón en el mismo recinto– grabado a fuego en las páginas del festival.
Antes de ellos, bandas que elaboraron sobre el mismo guion de la nostalgia alternativa de los dos mil pero sin su contundencia y su capacidad para seguirse manteniendo estimulantes: Bombay Bicycle Club, por ejemplo, hicieron valer sus canciones más recordadas, “Shuttle” o la climática “Always Like This”, indie pop saltarín y pizpireto, y el trabajo con el que casi enfrentan hace ya una década algo parecido a un breakthrough comercial, “So Long, See You Tomorrow” (2014), pero no cabe en su reformulación como banda una intención de empujar el repertorio hacia delante. Y lo mismo podría decirse de unos Love Of Lesbian lejos ya de los días en que suscitaban interés: el mensaje de Santi Balmes en contra del fascismo y del sociópata genocida que gobierna en Israel fue lo más destacado de un concierto plano, correcto a nivel estético, visual y sonoro pero desprovisto de alma y sin capacidad de sorpresa, y que solo hizo el amago de remontar el vuelo en “Allí donde solíamos gritar”; curiosamente, desde que Balmes se calzara la chistera allá por 2016 no ha sido capaz de sacarse de ella nada verdaderamente interesante.
El arranque de la jornada, con el sol mostrándose solo un poco más magnánimo que en la jornada del jueves, dejó luces y sombras. Luces como las de Las Dianas, que supieron enfrentarse a la difícil misión de abrir el festival desde el pabellón cerrado –casi un invernadero a las cinco de la tarde– y ante apenas público con arrojo y actitud. O las de Carlangas, triunfador total con su verbena intercontinental: da igual el formato en que se presente el gallego –esta vez con un trío de acompañamiento, Los Cubatas, versión redux de Mundo Prestigio– porque siempre sabe cómo activar al personal con un repertorio lleno de sabrosura que recuerda la deuda que con él tienen ídolos de la escena urbana como C. Tangana o Dellafuente. Aprovechó su concierto para anunciar que se casa con Natalia Ferviú, y la invitó a cantar una animadísima –y a la vez curiosamente emotiva– “Tiemblo”, demostrando que su toque especial no es solo una cosa del pasado. ¿Se le puede poner ya al mismo nivel que Germán Coppini y Santiago Auserón?
Si la primera jornada la protagonizaron esencialmente artistas nacionales, eran los internacionales los que marcaron el ritmo el sábado ante la mayor cantidad de público de los tres días de festival. Y aunque en general el nivel fue alto, sobre todos destacaron unos: Mogwai. Su regreso a la capital para presentar “The Bad Fire” (2025) terminó convertido en una de las actuaciones más contundentes y abrasivas que se les recuerda por estos lares, exprimiendo como siempre hacen hasta el delirio obsesivo las posibilidades del equipo de sonido de cualquier lugar por el que pasen: si en los primeros quince minutos se echó de menos algo de potencia, la última media hora, desde un hit reciente –¡y cantado!– como es “Richie Sacramento” hasta los más de diez minutos de subyugación monolítica de “Mogwai Fear Satan”, pasando por la ondulante y progresiva pegada sintética de “Remurdered”, fue una experiencia de esas que definen la trayectoria de los festivales, de las que compensan las fallas. Más melódicos que de costumbre, pues las voces son el último instrumento que han decidido incorporar en su amalgama post-todo, no aparecen estas sin embargo tan limpias como en su versión de estudio, e incluso hay un momento en “Fanzine Made Of Flesh” en el que la voz de Stuart Braithwaite sale pasada por el filtro bebé de un vocoder. Un espectáculo.
En torno a su idea de repetición y trance también elaboran en cierto sentido Kiasmos, pero en su caso desde unos territorios electrónicos que beben del microhouse y del minimal techno clásicos de artistas como Luomo o Isoleé y sellos como Kompakt, traduciéndolo a una plancha progresiva y melódica con trazas de ambient. El dúo formado por Ólafur Arnalds y Janus Rasmussen regresaba a la acción con su segundo álbum tras varios años de silencio y una década después de debutar en largo, y si entonces su propuesta era más cerebral e introspectiva, psicodélica incluso, deudora del trance de James Holden, ahora es más que evidente que han amanecido a un mundo y una escena –el club global– dominada por los breaks progresivos y el sonido expansivo, emocional, tan balanceado entre la euforia y la reflexión, de Bicep. Entre ambos universos basculó siempre un espectáculo mucho más bailable de lo que a priori podría haber parecido.
La fiesta nacional quedó reservada a La Élite, que brillaron con un show bien armado, frenético, espídico, enérgico y a la altura del escenario y la hora, clausurando el Glo, ante un público dividido que también terminó abarrotando el pabellón para ver a una divina Kelly Lee Owens. La escocesa presentaba en directo –formato live, ella sola, a las voces y con dos grupos de sintetizadores a los flancos– el tratado expansionista que es “Dreamstate” (2024), y todo se resolvió en un éxtasis colectivo mientras en la explanada la gente luchaba con su vida entre pogos. La Élite ya arrollaron en el escenario pequeño del Tomavistas 2023, y verlos ascender tan rápido en la jerarquía festivalera con un estilo tan arrabalero pero a la vez certero, y con la gente coreando las canciones a pleno pulmón, la verdad que es toda una sorprendente satisfacción.
Quizá el mismo nivel de adoración suscita Markusiano, líder de Depresión Sonora. Con la banda ya asentada como un quinteto y un sonido mucho más sólido, se presentó en el mismo escenario pero por la tarde y trajo las nubes, un reflejo bastante exacto de su estilo. Le sigue costando conectar –consigo mismo, con el público– en los primeros compases de concierto: para el último tramo, por suerte y gracias a temas como “Ya no hay verano” y “Gasolina y mechero”, se le ve disfrutar, sumando los puntos de carisma suficientes, y todo mejora mientras el público le reconoce esa especie de estatus generacional que se está ganando, poco a poco, a pulso.